Era previsible que el presidente de Estados Unidos de América cruzara el Atlántico para estrechar in pectore un abrazo al nuevo monarca de Arabia Saudí, el rey Salmán, que a los 79 años acaba de asumir el trono por la muerte de su hermanastro, el rey Abdalá bin Abdulaziz. Estados Unidos mantiene con este país una alianza estratégica desde hace ya varias décadas. Después de la que Washington mantiene con Israel en esa región, Riad es quizás de los aliados árabes más importantes con los que conserva una estrecha vinculación. La razón es una de enorme peso en las relaciones internacionales: Arabia Saudí es el primer productor mundial de petróleo. Su posición es, pues, de enorme gravitación para los estadounidenses. El manto protector que deviene de la alianza con Estados Unidos ha hecho que Arabia Saudí se convierta en uno de los epicentros claves de la política internacional en la regional arábiga y, de paso, esa holgada posición le brinda un nivel efectivo de protección, principalmente de la amenaza permanente que significa para ello Irán, el otro país clave e influyente en la zona. La simbiosis Washington-Riad es pues notoria y la podemos ver en la coalición internacional contra el fenómeno del yihadismo que lidera Estados Unidos y que contó desde el comienzo con la participación de Arabia Saudí. Los últimos monarcas de este reino sunita -la tierra de Mahoma- han mostrado su preocupación de que pudiera seguir avanzando la amenaza del Estado Islámico de Iraq y el Levante. Estados Unidos, entonces, tiene muy claro que debe proteger a Arabia Saudí, pues es consciente del estado de doble vulnerabilidad geopolítica que afronta: por el norte, la amenaza del ya aludido Estado Islámico y, por el sur, la impronta de Al Qaeda. Ambos se necesitan, y mucho.