Existiendo en las narices de la propia Iglesia Católica por mucho tiempo, nadie se atrevía a desnudar y denunciar los innumerables casos cometidos por sacerdotes y otros religiosos pervertidos. El papa Francisco desde que asumió las riendas del Vaticano ha sido indoblegable en combatir esta verdadera lacra que, como bien dice Su Santidad, avergüenza a la propia Iglesia. Nudos y entrenudos confabulados con cierta, marginal y dispersa alcahuetería de un sector del cuerpo eclesial, en algunos casos, no permitió que salieran a la luz tantos casos en el tamaño de delitos. La condena religiosa está por descontada, pero eso no basta. La acción del Estado frente al delito cometido en el ultraje a menores de edad debe materializar sin desmayo la acción punitiva del Estado, más allá de aquella que la propia Iglesia lleva adelante por medio de un obispo al confirmarse el delictum gravius. Nadie ni nada podrá salvar de la cárcel a los pedófilos, tremendos degenerados y pervertidos en el agravante de profesar hipócritamente y sin catadura moral, la palabra de Dios. Un completo despropósito que solo puede ser firmemente censurado y condenable. Mucho daño le ha hecho a la Iglesia esta realidad y hasta fieles por esta razón ha perdido. Un reporte da cuenta de más de tres mil casos denunciados. La Iglesia debe trabajar -lo ha realizado históricamente- de la mano con el Estado. Es verdad que este problema no es nuevo en la Iglesia, pero también lo es que existe una firme decisión del propio Papa por ir hasta el último. Hace bien el Sumo Pontífice en salir al frente y anunciar públicamente que no darán tregua a los pedófilos. No es que habrá para estos un proceso judicial como lo hubo en la época de la Santa Inquisición, pero debe quedar claro que no puede sostenerse la impunidad por el credo y mucho menos por el derecho.