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Hace poco conversaba con una autoridad política sobre la seguridad ciudadana y esta me contaba sobre cómo la Policía ha perdido el respeto y la credibilidad frente a la ciudadanía. Pero, creo que el radio de desacreditación es más amplio. No solo a los agentes se les ha reducido la confianza, sino al propio Estado, incluido con quien hablaba.

Fijémonos cuando por equis motivos liberan a un delincuente. De inmediato, los pobladores responsabilizan al fiscal, al juez, al efectivo del orden y, de paso, hasta a los políticos. ¿Por qué este fenómeno social está creciendo? No le echemos toda la culpa a la política, menos a los rivales de turno.

Los miembros de la Policía son quienes pagan los platos rotos de la insatisfacción ciudadana por el mismo contacto con la gente en las calles. Pero, de igual manera cosechan poca credibilidad los integrantes del Poder Judicial, el Ministerio Público y ahora el Congreso de la República (aunque tengan que votar por alguien).

Si seguimos, podemos enumerar lo que anda igual o peor en cuanto a confianza. Ahí están el sistema de salud, de pensiones, laboral, empresarial, educativo, entre otros sectores de mayor impacto en la colectividad, y no solo por un tema de competitividad, sino de inequidad.

Aunque siempre ha habido un grupo de personas de comportamiento anárquico, la inquietud pasa ahora porque hay una masa más voluminosa de pobladores insatisfechos con la autoridad. Vivimos pensando en que, sencillamente, no hay equidad, ni justicia; por lo tanto, vamos hacia el ocaso como sociedad.

No puede causarnos alegría que menos gente crea en el Estado y en sus actores, sino preocupación. No confiar en el aparato público sería el fracaso brutal de la convivencia. Para no sentirnos apartados del sistema, menos marginados, podemos empezar por aportar a que todo esto cambie.