La diplomacia jamás puede defenderse porque, de todas las actividades del hombre, es tal vez la única que debe trabajar estrechamente aliada con el silencio. No el silencio, como creen muchos, en el sentido de misterio, sino el silencio en su dimensión más noble, que es la discreción. Una conexión lógica nos lleva a determinar que el derecho internacional nos dirá el campo y los temas sobre el que los Estados puedan negociar; en cambio, el derecho diplomático nos dirá cómo hacerlo, y de este código surgirá, como un arte sutil, la diplomacia, que es la profesión encargada de utilizar esas normas para representar a los pueblos, defender sus intereses y negociar por la paz. El uso del término diplomacia no lo conoció Hugo Grocio, el padre del derecho internacional; sin embargo, según Littré, viene del griego diplom (diploma), que significa doblar, y con ella se designaba un acto oficial por el que se confería un privilegio que se comunicaba al destinatario en un documento plegado en dos. De hecho, la correspondencia diplomática más antigua de que se tiene conocimiento es la de Tell el-Amarna, de los siglos XV y XIV a.C. Recién en 1648 se produce un gran punto de quiebre con la Paz de Westfalia, que puso fin a la Guerra de los Treinta Años, marcando un nuevo derrotero en la historia de la diplomacia, pues desde ese momento la sociedad internacional toma conciencia del concepto de representación del Estado, dando surgimiento a las misiones permanentes (embajadas), hoy reguladas por la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas de 1961, que constituye el texto más comprehensivo del Derecho Diplomático contemporáneo y que ha servido de base a otros acuerdos complementarios.

En la actualidad, la diplomacia ha dejado de ser un atributo exclusivo de los diplomáticos de carrera, y en ello contribuyó notablemente la globalización.