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La coyuntura nos invita a reflexionar acerca de la relación política-poder. En primer lugar, es sustancial señalar que existe una confusión de conceptos entre política y poder, pues si bien están íntimamente relacionados, no son lo mismo. No.

Veamos. En nuestra querida comarca, la mayoría parece haberse olvidado de que el verdadero fin del quehacer político es representativo y su objetivo es el bien común de la sociedad.

Así, por ejemplo, los señores que ocupan el Congreso de la República, cuya labor es utilizar su poder político como una herramienta para acercarse a la ciudadanía, incurren en errores comunes: falta de ética, irresponsabilidad, aprovechamiento, lobbismo, vanidad y ambición de protagonismo (hay algunos que aparecen todos los días en la televisión casi por nada).

Lamentablemente, la connotación de gobernar ha degenerado en la premisa de convertirse en un “hombre de poder”. En buena cuenta, se ha perdido, casi por completo, la vocación de servicio a la nación y al pueblo. En un escenario ideal, las autoridades vivirían para hacer política, pero las nuestras viven de la política. Ni más ni menos.

Y ya sabemos qué es lo que sucede cuando se le otorga poder a quien no tiene las cualidades necesarias para ejercerlo: se convierte en un tirano, entre otras cosas. A este comportamiento, precisamente, responden frases como “por Dios y por la plata” y “ya sabemos de quién es el Congreso”.

Aunque también hemos tenido casos de personas a las que nadie les dio poder, pero lo usurparon y despacharon a su gusto. 

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