Los desbordes de ríos que han azotado la capital peruana nos traen a una incontestable realidad: la tremenda vulnerabilidad de Lima ante los desastres naturales, cultivada a pulso a base de la improvisación y la ausencia de institucionalidad formal para su crecimiento.

El premier Zavala “descubre” que no estábamos preparados para afrontar estos desastres. ¿En serio nos llama a sorpresa? ¿Nos creemos el cuento de que Defensa Civil está a la altura o que basta la mochilita recomendada y los simulacros bamba, sí esos que todos toman a broma como un break de oficina o de clases de la universidad, con los que nos comemos el cuento de que “nos estamos preparando”?

Si unos pocos desbordes ponen a Lima de cabeza, imaginen lo que nos haría un terremoto grado ocho como los que azotaron Chile en los últimos años. La estamos sacando barata. ¿Será cierto que Dios es peruano?

¿Y todo por qué? Porque Lima ha crecido sobre la base de la única “institución” que realmente cala en el ADN cultural del peruano: la informalidad. Ha crecido “a la mala”, como sea. Bajo el espíritu del “después ya vemos” o del conocido “no pasa nada”. Ante la ausencia de institucionalidad oficial, el espacio se llena con la otra.

Otras “instituciones” derivadas de la anterior han sido, por supuesto, la invasión y el consecuente tráfico de terrenos. Tan fuertes son que permanecen en el tiempo sin importar qué nuevo alcalde llegue o qué presidente. Nadie choca con eso, porque se trata de un circuito dinerario donde están involucrados desde traficantes y alcaldes hasta las mismas fuerzas armadas y policiales. No es casual que año tras año, con sus más y sus menos, se repitan las mismas tragedias urbanas. Y así, mientras el marketing de la capital hacia afuera es bueno, en la realidad de lo interno, se sigue pudriendo. Pero Dios es peruano. Tendrá que bastar.

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