La política de Estado siempre trasciende a los gobiernos de turno. Eso pasa entre EE.UU. y Arabia Saudí. No llega al nivel de histórica y está fundada en la relación de interdependencia que ambos países no se han esforzado en ocultar, y el reciente viaje de Donald Trump a este país está confirmando la pétrea vinculación. Me explico. Washington es aliado de Riad, el mayor productor mundial de petróleo, y aunque es legítimo que lo sea porque cada Estado construye su marco de intereses, está decantado que la alianza estratégica se sintetiza en la frase “no es por amor al chancho sino a los chicharrones”. 

Los árabes saudíes, que son suníes, a su vez necesitan de EE.UU. todo el tamaño de su poder para librarlos de la amenaza de Irán -que no son árabes-, el mayor Estado chiita de la región. Conviene recordar que sunitas y chiitas, las dos grandes ramas del Islam, la religión fundada por Mahoma en el 622 d.C., mantienen posiciones irreconciliables después de la muerte del profeta. 

Al rey saudí Salman bin Abdulaziz realmente le preocupa que Irán, que acaba de reelegir como presidente al clérigo Hasan Rouhaní, pudiera desatar una ofensiva contra Riad en la eventualidad de que EE.UU. decida bajarle el dedo, menoscabando el acuerdo al que luego de una ardua negociación Irán llegó con el Consejo de Seguridad, más Alemania, sobre un programa nuclear para los iraníes. Trump, entonces, va hasta el Medio Oriente para afianzar la alianza con el rey saudí por su obsesión de acabar con el terrorismo que tanto prometió durante la campaña electoral rumbo a la Casa Blanca. 

Comprometerá el apoyo incondicional del rey en ese propósito, pues por estos días necesita mostrar éxitos en su política exterior, bastante cuestionada por el insistente asunto de la conexión rusa, que ha desatado una ola de críticas donde incluso piden su renuncia. Veamos qué tanto su gira al Medio Oriente, iniciada en Riad, lo oxigena frente al clima político en el frente interno de Washington.