La vida en todas sus manifestaciones es objeto de la máxima protección por el Estado, el cual se vale del derecho como ciencia y como instrumento de regulación social a través de normas jurídicas para garantizar dicha protección. Desde que ingresamos a estudiar leyes aprendemos que la vida es el bien jurídico máximo, pues a partir de ella se explica la razón de ser del derecho. Dicho esto, me referiré a la vida intrauterina. Nada justifica la despenalización del aborto por violación sexual, cuyo debate será reabierto en la Comisión de Constitución del Parlamento. El argumento de quienes la avalan es que la mujer es dueña de su propio cuerpo y que nadie que no sea ella puede tomar decisiones sobre su ser. Esto último es una verdad a medias pues el no nacido que se halla en su vientre es otro ser, distinto al ser de la madre. El ser físico del huevo o cigoto, embrión o feto no es el cuerpo de la mujer. Es un grave error así creerlo. Distinto es que yace dentro del cuerpo de la madre, pero esa realidad es una cuestión de la naturaleza. La mujer no es propietaria del estado de naturaleza porque esta es sabia y, por tanto, superior a ella. El nuevo ser que se cobija en su vientre es independiente del ser de la mujer; sin embargo, es innegable que mantiene un nivel de dependencia biológica -cordón umbilical- para sostener la viabilidad de su posterior nacimiento. Constituido en otro ser -vida humana- con estructura única y diferente -no es condición ser persona humana para tenerla-, debe ser protegido dada su absoluta indefensión al no poder siquiera valerse por sí mismo para impedir la interrupción de su nacimiento. La violación sexual es execrable, lacera a la mujer y el derecho debe ser implacable con el autor; sin embargo, el nuevo ser no puede ser responsable de hechos que promovieron su existencia. Cuando se tiene vida jamás se juzga el modo de contarla. La sola existencia siempre será superior a cualquier razonamiento y nuestra Constitución por eso la ampara.