En una columna anterior, a propósito de las negociaciones que realizan el gobierno de Colombia y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de ese país, gracias al empeño del propio presidente Juan Manuel Santos, buscando llegar a un acuerdo de paz permanente para la nación en cuyo contexto, además, habían buenos augurios, escribí que “(…) no confío en las FARC (…)”.

Mi posición al respecto no era una percepción pesimista ni mucho menos una exageración.

El reciente abatimiento de 11 militares en la zona suroeste del Cauca, región ampliamente dominada por las FARC, desconecta todo lo alcanzado hasta ahora en La Habana, sede de los diálogos que llevan adelante las partes. La reacción de Santos ha sido inmediata y conforme lo esperado, ha instruido el levantamiento de la suspensión de los bombardeos en los campamentos de los insurgentes.

¿Quién es el incongruente: el gobierno de Colombia al que las FARC achaca el reinicio de las acciones armadas o las propias FARC que sorpresivamente promueven la violencia luego de haber establecido de manera unilateral una tregua en los primeros días del mes de diciembre de 2014?

Sigo desconfiando de las FARC y por ello vale preguntarse acerca del nivel de coordinación que existe entre el grupo negociador de las FARC y sus ejércitos que operan en la selva colombiana.

Con lo anterior, también nos preguntamos qué los ha llevado a arremeter otra vez con las armas y generar violencia y desasosiego. Podría estar sucediendo que los puntos de la dura negociación en Cuba no convencen a las secciones armadas que operan en el país.

Sería muy grave porque ello significaría que quienes defienden sus planteamientos en la mesa instalada en la isla caribeña realmente no cuentan con nivel de representación al interior de la horda belicista. Todo es muy complejo. Frente a ello, Santos debe mostrarse desconfiado.