La reciente clausura de la cumbre anual de la Liga Árabe ha acordado la creación de una fuerza militar conjunta para afrontar las amenazas a la seguridad en la región. La decisión fue tomada luego de que la propuesta fuera solventada por Egipto, país donde, además, tiene su sede esta organización árabe, creada en 1945. No resulta del todo alentador esta decisión por el alto índice de vulnerabilidad que registra el mapa del Medio Oriente, transversalmente definido por el conflicto y por regímenes con enormes divisiones estructurales. Cuidado que por tratar de apagar el fuego en el reciente problema en Yemen, uno de los países árabes más pobres, pueda surgir otro mayor y de proporciones inmanejables. Ya mismo Arabia Saudí ha arremetido contra las fuerzas rebeldes de las milicias chiitas Huthi -apoyadas por Irán- que asaltaron y tomaron el poder violentamente obligando al presidente Abdrabbo Masur Hadi a abandonar la capital Saná y a refugiarse en su bastión de Adén, la segunda ciudad más importante del país. Para hacerle frente a la referida amenaza del terrorismo internacional, entonces, se busca materializar, lo más pronto posible, una fuerza coactiva conjunta; sin embargo, del dicho al hecho hay mucho trecho, por lo que habrá que esperar que el asunto madure a partir de las fortalezas y debilidades propias de la Liga como mecanismo regional. Una razón sintomáticamente de fondo es que aun cuando durante la reciente reunión de la Liga Árabe se abordó in extenso el caso de Irán, no se aprobó nada directamente contra este país, al que se lo mira con discreción por su afamada capacidad nuclear considerada una amenaza y un dolor de cabeza para Washington. Añade a la recurrencia de falta de cohesión de los estados árabes, los enfrentamientos tribales al interior de estos, haciendo más complejas las eventuales acciones militares.