El mayor activista chino de los últimos tiempos y Premio Nobel de la Paz 2010, Liu Xiaobo, ha sido puesto en libertad por el régimen comunista de Beijing. La indulgencia concedida no ha sido gratuita. Padecer un cáncer terminal al hígado ha sido la razón de peso para proceder a su puesta en libertad, dado que venía cumpliendo una condena de 11 años de prisión por subversión, un delito que no se perdona en el gigante asiático al asumirse como un acto conspirativo realizado por Liu en 2009 para exigir democracia en un país que se ha negado sistemáticamente a permitir a sus ciudadanos la capacidad de elegir y ser elegidos. 

Liu ha sido una auténtica piedra en el zapato para el gobierno central y por eso la única manera de neutralizarlo fue depositarlo en un establecimiento penitenciario. China es el segundo país más poderoso del mundo, nadie lo pone en debate. Su influencia como potencia económica del globo es notable y está dispuesta a tomar la posta del mundo, que aún es liderado por Estados Unidos. Para nadie es un secreto que China, un país con más de 1300 millones de habitantes, tiene dos rostros: hacia adentro es casi una nación esclavista como hace 2000 años lo era Occidente y hacia afuera reporta un desarrollo económico extraordinario diseñado desde los tiempos de Den Xiaoping (1978-1997, el arquitecto de su imparable progreso). China es el país que más mercados viene conquistando en el mundo, pero su formato político es rígido. Solo fue permitido a Hong Kong -donde los jóvenes quieren democracia-, ad portas de su entrega por el Reino Unido a China (1997), que mantenga la política de un país con dos sistemas: capitalista y comunista. La democracia en China sigue siendo una utopía.