En el 2005, Maritza Garrido Lecca fue sentenciada a 20 años de cárcel por terrorismo y, un año más tarde, se aumentaron cinco años a la pena.

El 11 de setiembre se cumple ese cuarto de siglo. La condena habrá sido cumplida. Pero la indignación porque quien haya sido una terrorista del círculo más íntimo de Abimael Guzmán vuelva a caminar -libre- por las calles escupe en lugares no necesariamente correctos.

El Estado de Derecho implica que, una vez cumplida la pena, el condenado es nuevamente libre y reinsertado en la sociedad. Las penas están escritas en el Código Penal, que no existe por las puras. Que Maritza Garrido Lecca salga libre no es una falla del sistema judicial, sino todo lo contrario: la mujer fue condenada por terrorismo, sentenciada a una pena de 25 años y, una vez cumplida esta, liberada. Son otros, en realidad, los vacíos donde deberíamos poner el ojo en el sistema penitenciario.

Para comenzar, la finalidad de la pena no es el mero castigo. Quien haya cumplido una condena debería -en teoría- poder reinsertarse en la sociedad. Así, la cárcel debería fungir como espacio de rehabilitación en el que el reo deja de ser delincuente y se convierte en un ciudadano inocuo. Pero la realidad está lejos de tan linda historia.

Las cárceles en el Perú son escuelas del crimen, desde donde uno no solo aprende a delinquir, sino que incluso lo hace desde prisión.

No nos puede indignar que “la terruca” salga libre. Eso es el Estado de Derecho. Lo que debiera jodernos es que, una vez fuera de las rejas, los terrucos sigan siendo terrucos; los violadores, violadores; y los homicidas, homicidas.