Ha llegado a su fin la fiesta del Ramadán, la celebración musulmana del ayuno por excelencia. Los más de 1600 millones de fieles del islam que existen en el mundo lo viven en completo respeto de las exigencias de esta importante religión monoteísta, la tercera históricamente en aparecer en el escenario internacional después del judaísmo y el cristianismo. 

El Ramadán tiene dos fechas claves que son, de un lado, la denominada noche del decreto o Lailat el Qadr, que recuerda el momento de la revelación del Corán, el libro sagrado del islam, al profeta Mahoma; y el Aid el Fitr, que es el día en que finaliza el ayuno y se celebra una gran fiesta, como acaba de suceder ayer. Así, pues, por 30 días los musulmanes ayunaron y debieron abstenerse de sostener relaciones sexuales durante las horas de luz hasta la puesta de sol. 

Se trata, en consecuencia, de una fiesta sumamente apreciada por sus creyentes y también los que no lo somos. Lamentablemente, también existen grupos humanos que rechazan el islam, y eso es tan intolerable como aquellas manifestaciones extremistas del propio islam que lo desvirtúan. En efecto, el atropello de musulmanes por una furgoneta en Londres en la víspera, que ha cobrado una víctima y varios heridos, llegándose a escuchar el grito del autor del asesinato -“Quiero matar a todos los musulmanes...”-, o el atentado contra la mezquita de Finsbury Park hace exactamente una semana, también en la capital del Reino Unido, ponen al descubierto la creciente islamofobia en uno de los países más golpeados por el terror en los últimos tiempos. 

Los extremismos, vengan de donde vengan, siempre serán malos y muestran la insensatez e intolerancia en toda su dimensión. Las reacciones de europeos radicales solo van a engendrar represalias mayores. Hay que ir al fondo del problema, cuya solución no es militar o coactiva. El respeto religioso será fundamental para el mejor entendimiento de las culturas y las naciones del mundo.