Ningún presidente estadounidense -tomamos como base los últimos desde Eisenwhouer (1953-1961)- tuvo tan bajo nivel de aprobación en los primeros cien días de gobierno como Donald Trump. Este hecho le ha producido un impacto al excéntrico gobernante del país más poderoso de la Tierra. Trump inició su mandato el pasado 20 de enero con la espada desenvainada y eso parece que no gustó. Quiso traerse abajo el statu quo de su país, pero el tiro le salió por la culata. El Poder Judicial, en un santiamén, neutralizó su medida ejecutiva para impedir el ingreso a EE.UU. de personas provenientes del Medio Oriente, específicamente árabes. También le dio con todo al sonado muro que quiere levantar en la frontera con México y hasta ahora no encuentra la fórmula para imputar su costo al vecino latinoamericano. Quizás el fracaso más sonado del magnate, para la vida interna en su país, ha sido no poder deshacerse realmente del programa de salud conocido como Obamacare. La evidente vulnerabilidad de Trump en el frente interno lo ha vuelto un presidente impopular. En su desesperación por compensarla, decidió una estrategia que permitiera mostrar fortaleza en la política internacional de EE.UU., para generar la idea de que su país sigue siendo el más poderoso del planeta. Trump ordenó el bombardeo a Siria contra las posiciones del régimen de Bashar Al-assad por atacar con armas químicas a poblaciones sirias indefensas -aún no comprobado-, lanzó una poderosa bomba no nuclear a las guaridas del Estado Islámico en Afganistán -país en que Osama Bin Laden y Al Qaeda mantuvieron una alianza con el grupo talibán que gobernaba el país- y, hasta hace muy pocos días, ordenó el desplazamiento de naves militares hacia las costas de Corea del Norte en la idea de disuadir al régimen de Kim Jong-un por la realización de ensayos intimidatorios. Ojalá que estos primeros cien días de gobierno no sean como los cien finales de Napoleón Bonaparte, quien terminó defenestrado.