Este proceso electoral puede resultarnos -a los electores- una verdadera trampa. Ya no falta mucho para el día que debamos decidir y, sin embargo, nos hemos pasado toda la semana discutiendo y abriendo cada vez más los ojos frente a lo tramposo que se confirma uno de los candidatos. Y no es que los otros candidatos sean muy diferentes en cuanto a mañoserías se refiere. Es probable que la campaña no alcance para reportar las mentiras y fraudes de todas las candidaturas y su entorno. Naturalmente las que preocupan son las trampas de los que encabezan las preferencias, aunque no es seguro que sea la misma preocupación de la mayoría de los electores. Podemos tener el mejor concepto de nosotros mismos, pero eso no desdice los gustos y preferencias mayoritarias y lo mal que hemos sabido elegir por lo menos en los últimos gobiernos. Si no fuera así a nadie le preocuparía que tal o cual candidato se atribuya algún título o trabajo conseguido fraudulentamente puesto que, por el contrario, eso lo descalificaría antes los electores. Pero no, más bien nos escandalizamos porque sospechamos que el “no importa que robe, pero que haga obra” está vigente como lógica electoral. Por qué creen que reconocidos delincuentes desarrollan el ego suficiente para intentar pasar a la política. Lo que pasa es aquí el vivo y el pendejo es aplaudido, admirado y venerado. Nuestra anemia política tiene causas tan profundas de las que apenas vemos la fragilidad institucional. Pero va mas allá, desde la falta de respeto a la autoridad y a un mínimo de reglas de juego para una convivencia sana. Bien decía Sofocleto (Luis Felipe Angell), “Dios hizo a los cojudos para que los demás peruanos no se murieran de hambre”.