¿Podría tener alguna relación el comportamiento de la naturaleza y los desastres que produce su inconsulto carácter indómito con el desarrollo de la vida política internacional? La respuesta más que cantada es que sí. Los fenómenos de la naturaleza como el huracán Irma, que esta semana ha destrozado todo a su paso por Puerto Rico y que hoy debe estar mostrando toda su fiereza sobre Miami y el centro de la Florida, o el reciente terremoto de 8.2 grados de intensidad en México, impactan sin cuestionamiento en los planeamientos gubernamentales y en el normal desarrollo de la vida social nacional o internacional. A nosotros también nos tocó en marzo de este año, en que debimos soportar los estragos del denominado Niño costero que menoscabó a la infraestructura urbana y rural, principalmente de la costa peruana, y rompió el desarrollo de la normalidad económica.

Los Estados para atenuarlos o mitigarlos deben contar con dos cosas: una auténtica política de prevención que siempre ayudará a neutralizar o atenuar el impacto del suceso natural y, segundo, la activación de un gabinete de crisis para actuar de manera coordinada y eficaz frente al siniestro en la idea de doblegarlo. Está demostrado que, en la medida que estos dos pilares de la contingencia en la vida de relación humana funcionen cabalmente, el número de muertes y mermas patrimoniales será siempre menor. Las civilizaciones polinesias, esquimales y nómades se vieron retardadas en su desarrollo por los desafíos físico-climáticos que no pudieron enfrentar. Por estas razones cuando el desastre arremete imponiéndose, la respuesta actual del Estado debe ser priorizarlo, debiendo renunciar en lo inmediato a sus proyecciones internacionales para atender, estricto sensu, la emergencia intraestatal. De lo contrario, si acaso el evento supera al hombre, la vida social puede anarquizarse como sucedió en Haití luego del devastador terremoto (7.3°) de 2010 que cobró casi 200,000 muertos.