Ahora le ha tocado a España ser el centro de los improperios de Nicolás Maduro. El presidente venezolano los ha lanzado y de todo calibre al presidente del gobierno español, Mariano Rajoy, y al Congreso de España, que no ha ocultado su postura democrática aprobando una posición que exige la liberación de Leopoldo López y Antonio Ledezma, encarcelados por sus ideas. La actitud de los españoles, fundada en la decencia y que es correspondiente con el imperio del Estado de Derecho, ha bastado para que Maduro se muestre, una vez más, en su intolerancia a la máxima potencia. El presidente llanero, olvidando las formas que son una exigencia para un jefe de Estado dado que personifica a la nación -una calidad superior a la de solo representar al país-, ha dicho suelto de huesos “Que las Cortes (españolas) vayan a opinar sobre su madre, pero que no opinen de Venezuela”. Maduro hace mil esfuerzos por imitar a su mentor, el desaparecido Hugo Chávez, y sí que lo imita, aunque debo decir que burdamente. Maduro, que además llamó racista a Rajoy, no comprende que su actitud crónicamente temperamental le hace mucho daño a la relación bilateral, terminando por polarizarla. Hace 8 años, durante la XVII Cumbre Iberoamericana, en Santiago de Chile (2007), Chávez que había increpado en esa reunión a Rodríguez Zapatero, entonces presidente del gobierno español, sin sospecharlo recibió un enérgico “¡Por qué no te callas!” del entonces rey Juan Carlos I, lo que impactó inmediatamente en la relación bilateral, al triplicarse el precio del barril de petróleo que importaba Madrid de Caracas. Maduro, con su comportamiento, también afecta las vinculaciones entre ambos países, promoviendo que se cree una atmósfera adversa a su persona con lamentable repercusión para el país que afronta una de las más graves crisis de su historia reciente.