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Nicolás Maduro no tiene ni idea del valor que las sociedades democráticas le otorgan a la separación de poderes en un Estado, aquel principio que introdujo Montesquieu, conspicuo exponente de la Ilustración, y considerado uno de los mayores filósofos de ese movimiento, partero de la Revolución Francesa de 1789. Según Montesquieu, en un Estado el poder está en condición distributiva. Nadie puede monopolizarlo. La estructura política de las naciones democráticas otorga independencia a los tres poderes fundamentales que le dan vida y equilibrio al Estado: el Poder Ejecutivo, el Poder Legislativo y del Poder Judicial. Cada uno tiene su fuero de acción independiente y las compatibilidades entre ellos están definidas por el respeto que cada uno tiene por el otro. Nada de esto es reconocido por el autócrata chavista, pues acaba de decidir no presentar a la Asamblea Nacional -lo que en el Perú es el Congreso de la República- el pedido de aprobación del presupuesto nacional para el ejercicio 2017. La prepotencia de Maduro colude escandalosamente con el Poder Judicial que maneja a su antojo. Eso no es democracia en ninguna parte del mundo. El cuestionado gobernante llanero sabía que la Asamblea Nacional, actualmente en manos de la oposición democrática, no le iba a dar luz verde tan fácilmente. Para evitarlo, su capricho ha terminado imponiéndose ninguneando al Parlamento. La primera consecuencia, grave por cierto, es que el fenómeno de inversión internacional hacia Venezuela tenderá a disminuir más de lo que ya ha impactado la crisis económica. Sin reglas claras, las empresas extranjeras no verán con buenos ojos apostar en el país. La actitud de Maduro lo único que pone al descubierto, una vez más, es su control absoluto de las instituciones tutelares del país y donde su falta de tolerancia contribuirá, junto su impedimento del derecho ciudadano de revocatoria, a alistar una bomba de tiempo de consecuencias impredecibles.