Uno de los mayores aciertos del gobierno de Pedro Pablo Kuczynski ha sido colocarse a la vanguardia de los regímenes de América Latina para condenar la satrapía inmunda de Nicolás Maduro. El 5 de marzo de 2013, Hugo Chávez murió, pero -contra todos los pronósticos- le legó a Venezuela su más grotesca imitación al pedir, meses antes, que voten por Maduro si algo le llegaba a pasar en la operación con la que sucumbió en Cuba, extinción que se creyó iba a ser el fin de la bazofia ideológica que regó con malas artes por su país y el continente, y que caló en los despojos de esa izquierda que Dammert representa. Así, el 14 de abril de 2013, por un puñado de votos y con unos comicios servidos para empalagarse de sospechas, Maduro vence con 50.66% a Henrique Capriles, que obtiene 49.07% y queda a apenas 1.59% de doblegar para siempre la metástasis chavista. Con mocos y babas, el mundo aceptó a regañadientes que esas urnas aceitadas reflejaron la decisión de las mayorías, pero ahora no se ha creído ya ese cuento de la Asamblea Constituyente del último domingo 30 de julio. Por eso, llamar “epopeya democrática” a ese fraude asqueroso, a esa trampa artera, a ese latrocinio, no da cólera ni indigna, da risa, como una frase de Condorito o la Paisana Jacinta. Pero como no dan risa las decenas que mueren en esa rebelión legítima, los cientos sin medicinas, los miles sin empleo, los millones sin alimentos de primera necesidad, América Latina debería lanzar no un mensaje potente de condena sino un retiro masivo de sus embajadores, una ruptura total con la tiranía, y optar por una decisión firme que deje a Maduro y sus monos circenses aislados y solos ante el mundo. Al menos por ahora, hasta que llegue la hora de que la paguen todita.