La matanza en el centro financiero de Independencia, con el trágico saldo de 5 muertos, pone en el tapete un tema que, siendo muy importante, no merece la atención de las autoridades y, debemos reconocerlo, de los medios de comunicación: La efectividad de las políticas públicas sobre salud mental en el país.

Eduardo Romero Naupay, según las primeras investigaciones, desató su furia irracional contra quien le saliera al paso en respuesta al desalojo que había sufrido de su puesto de salchipapas, ubicado a algunas cuadras del lugar de la matanza, por parte de la Municipalidad de Independencia. Además, en ese lugar había herido ya a un funcionario del concejo.

El personaje, no obstante, había dado varios indicios de un desequilibrio emocional que podía desbordarse en el primer momento de tensión o impotencia que sufriera, como finalmente sucedió.

Sus mensajes más amenazantes hechos públicos en las redes sociales lo colocaban como una persona violenta, interesado en las armas y hasta fan de Gerald Oropeza.

En ese contexto, habría que cuestionar no solo el hecho de las pocas opciones del Estado para detectar esos desórdenes mentales en los ciudadanos y otorgarles un tratamiento adecuado, sino la falla en la que habría incurrido la Superintendencia Nacional de Control de Servicios de Seguridad, Armas, Municiones y Explosivos de Uso Civil (Sucamec), que le otorgó al asesino la licencia para portar el arma con la que finalmente actuó. Si bien esta licencia estaba vencida, debemos cuestionar con razón si los obligatorios exámenes sicológicos se hicieron con el rigor debido cuando estuvo vigente. Todo indica que la respuesta es no.