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Un presidente optimista es ganancia para el país. Un líder político que infunde esperanza y que anima a la población siempre es mejor que un pesimista que solo sirve para denunciar los males futuros, las tormentas que se estrellarán contra nosotros. Los políticos que viven bajo el influjo de la maldición de Casandra, anunciando desgracias y fracasos, si no ven cumplidos sus pronósticos, son sepultados por el pueblo. Ser Catón en un país como el Perú es casi la crónica de una muerte anunciada. Los optimistas suman en el país de la fatalidad.

Sin embargo, hay una diferencia esencial entre el líder optimista y el hombre soñador. El primero cree en eso que Víctor Andrés Belaunde llamaba “utopía indicativa”, en la trayectoria histórica peruana que bien puede convertirse en un destino posible, en algo que se debe construir para que el pueblo lo pueda tocar. El segundo, el soñador empedernido, navega en los mares de la ilusión y no es capaz de pisar la tierra feroz y rebelde de la política peruana. El soñador no dirige el país hacia la realidad de lo posible. El soñador conduce la nave del Estado al desastre seguro, a la tragedia voluntarista que habita entre Escila y Caribdis.

Hay una delgada y peligrosa línea que divide al optimista del soñador. Si bien el Perú necesita líderes optimistas, los soñadores son materia peligrosa. ¡Menos sueños y más realidad! Es imperativo que líderes realistas y a la vez optimistas se encarguen de reformar el Estado respetando el principio de realidad. Los peruanos necesitamos un Estado realista, un Estado que solucione los problemas concretos, con gestión y eficiencia, no un gobierno sonámbulo que se entregue al placer estéril de la ensoñación.

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