El 5 de abril de 1992, Alberto Fujimori rompió la constitucionalidad y disolvió el Congreso bicameral, además de intervenir el Poder Judicial. Concentró todo el poder y el impacto de este extremo gesto político, que se reflejó durante la década en arbitrariedad y excesos con un régimen que se legitimó con el llamado Congreso Constituyente Democrático y con una nueva Constitución. Pero ningún peruano de bien quisiera que lo sucedido se repitiera en nuestro país.

Veinticinco años después es el presidente del Congreso, Luis Galarreta, perteneciente a la bancada fujimorista, el que llama a no permitir ni tolerar golpes de Estado, y a fortalecer el control político y la fiscalización que Fujimori no quiso aceptar en su momento.

Paradójico que sea un fujimorista el que lamente las interrupciones a la democracia, ya que la última de ellas estuvo a cargo del mentor de su partido. Igualmente loable, resaltar la necesidad de fortalecer y consolidar las funciones de legislar, representar y fiscalizar. Pero como bien ha dicho la flamante primera ministra, Mercedes Aráoz, todo el país espera que esas funciones legales y legítimas se cumplan con responsabilidad.

El equilibrio de poderes entre el Legislativo y el Ejecutivo es un principio democrático y una necesidad. Al parecer, se estaría logrando después de la remodelación ministerial que siguió a la caída del gabinete Zavala. Y este equilibrio debería ser conservado con respeto y moderación para dejar atrás amenazas y temores de soluciones extremas, como podrían ser la vacancia presidencial o la disolución del Congreso. Ambos significan jugar con fuego.

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