En el año 2009, el entonces presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula Da Silva, fue nombrado el personaje del año por los diarios Le Monde (Francia) y El País (España). Poco tiempo después, el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, lo llamó el político más popular del planeta. Pasaron ocho años y Lula fue condenado a prisión por lavado de activos y corrupción. Como graficó muy bien el juez Sergio Moro: “No importa cuán alto esté usted, la ley siempre está por encima de usted”.

El jefe de Estado que generaba devociones, encabezando una corriente que marcaba claras diferencias con el statu quo y sus consecuencias negativas, terminó por acomodarse en ese sistema y aprovecharse de este para sus intereses subalternos. Como muchos políticos denominados de izquierda en el Perú y Latinoamérica, ya en el gobierno Lula se alejó de los verdaderos intereses del país y del servicio a la gente, para alinearse con los grupos de poder económico e involucrarse con ellos, beneficiando a constructoras y “obteniendo una ventaja indebida como consecuencia de su cargo de presidente de la República”.

La grita contra el sistema y el énfasis en el desprendimiento personal para trabajar por las mayorías son apenas retórica y poses que se degradan apenas entran a tallar los lobbies y la corrupción.

Todo lo que es rutina en estos momentos en nuestros países, con investigaciones, denuncias, juicios y sentencias a líderes llamados de izquierda, solo desacredita a los que se creían salvadores del mundo.