En diferentes niveles, con distintos grados de autenticidad, con desiguales gestos y entonaciones, todos nos hemos indignado con el salvajismo que ha rodeado a las muertes de Jovi Herrera Alania y Jorge Luis Huamán Villalobos en la galería Nicolini. Esta genuina sensación se debe a que las circunstancias que rodearon a sus decesos son tan o más graves que el siniestro mismo y a que, acaso, los pormenores de sus trágicas vidas explican que no perecieron quemados o asfixiados en el inmundo contenedor en el que debían dosificar sus esfínteres y postergar sus urgencias, sino que desaparecieron entre el humo tóxico de la indiferencia y el fuego cruzado y letal del desdén. Porque en lo que no se ha incidido es en que los culpables de esas muertes somos todos. Los que no lo advertimos a tiempo, los que los veían entrando a los cubículos y escrutaban los candados colgantes, los que sospechaban del abuso y silbaron mirando a otro lado, los que recibieron coimas por no hacer su labor, los burócratas que no supervisaron, los que supervisaron pero no actuaron, los miserables que los esclavizaron y los diversos estamentos de este Estado inútil que no es capaz de llegar, a tiempo, a 500 metros de Palacio y que se convierte en un actor más de una sociedad que, claro, reclama por todo, se indigna y patalea “después de”, pero que no se mira al ombligo ante la ausencia de escrúpulos, la carencia de valores, y la falta de afecto y consideración con el prójimo. Por eso, después de indignarnos, debemos aceptar que esta tragedia representa el fracaso de toda la sociedad, es la efigie de nuestro descrédito, nuestro monumento a la superficialidad, el certificado oficial para no entrar a la OCDE. El tema ahora es qué parte de la culpa asumimos y cuán dispuestos estamos a hacer lo posible para que no vuelva a ocurrir. Digo, para que al menos estas dos valiosas vidas no se hayan perdido en vano.