Es casi una tradición nacional esa costumbre tan nuestra de adelantarnos a los hechos. Luego de lo que Perú consiguió en Quito, el desborde emotivo que nuestra sociedad experimenta es tremendo, las sonrisas tardan en desaparecer, la alegría se esfuerza por suprimirnos de la realidad para mantenerse ahí, perenne, en nuestro subconsciente. Somos testarudos y arrogantes de una manera muy compleja, porque carecemos de insumos para ser así. Pero, bueno, es lo que somos. Muchos ya se sienten en Rusia, a tal punto de que ya le advierten a Gareca que ni se le ocurra llevar a Pizarro, es decir, preparamos el viaje sin tener siquiera los pasajes asegurados.Bien, acoplándonos a ese espíritu para no desentonar es que nos preguntamos ¿qué pasará con nosotros si Perú clasifica al Mundial? Tengamos en cuenta que son 36 años lejos de esa realidad, nuestra sociedad ha desarrollado una mentalidad dirigida a asimilar la estocada de quedarse fuera y sucumbir ante la tentación del fracaso era el pan de cada día. Pero, ¿qué hacemos ahora ante una alegría desbordante que nos abruma, nos desconcierta y nos deja fuera de lugar?, ¿cómo nos manejaremos en ese escenario y qué cambios se operarán en nuestro interior? Si con apenas un partido ganado o la cercanía de alcanzar un objetivo llegamos a estos niveles, ¿qué nos depara una clasificación?Me preocupa, pero avizoro una ceguera sin precedentes. A nadie debería quedarle duda de que el fútbol es una herramienta peligrosa para adormecer masas y silenciar intenciones. Que quede claro que esta columna no tiene la intención de despotricar contra el fútbol, pero sí de dejar constancia de la enorme polvareda que se armará si llegamos a clasificar. “Mientras se gritan los goles, se apagan los gritos de los torturados y de los asesinados”, dijo Estela de Carlotto, presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, en el documental La historia paralela, intentando reflejar lo que significó el Mundial de 1978, disputado y ganado por Argentina mientras ese país atravesaba el peor de sus trances bajo el régimen de Jorge Videla. Es cierto que en el Perú no existe una dictadura en el poder, pero problemas hay y muchos. Existe un desgobierno terrible, las libertades están amenazadas, y cualquier intención de hacer mínimamente bien las cosas parece condenada al olvido. Somos un territorio de muerte, donde la vida vale lo que un teléfono celular, y la corrupción ensucia cada rincón. Pero, por encima de todo, estamos accediendo a perder la memoria, nos arrimamos al olvido con esmero, buscamos suprimir lo que nos avergonzó como si esa fuera la solución. Somos el país que camina a la ceguera. Es triste que el fútbol, que viene mostrando una recuperación que conmueve, termine siendo el bálsamo ideal para que nuestros ojos terminen de cerrarse a una realidad tan dura.