Una desgracia la reciente y mayor masacre en Pakistán, donde fueron asesinados 132 niños y 9 profesores por los terroristas talibanes, a lo que ha seguido la contraofensiva militar de las últimas horas. Pakistán es de extremo a extremo una declarada república islámica a diferencia de su archienemigo -en realidad para el gobierno y el ejército-, la India, de credo dominantemente hinduista, con la que limita desde 1947 en que alcanzó su independencia. También limita con Afganistán, país con el que en su zona fronteriza surgió en los años 90 fundamentalismo talibán, precisamente cuando Kabul luchaba desde una década anterior contra los soviéticos que la habían invadido. Los talibanes, dominantes en Waziristán, región norte pakistaní, se han venido enfrentando al alicaído y deslegitimado régimen del primer ministro Nawaz Sharif, en el poder desde el 2013 -tercera vez-, en medio de acusaciones de fraude. El estado de terror, esta vez a manos del Tehrik e Talibán Pakistán que se atribuyó la matanza en la escuela de Peshawar, revela la vulnerabilidad del país. Fue un acto de venganza por los más 1250 muertos milicianos a manos del ejército pakistaní en julio de este año. El país -con 180 millones de habitantes, el sexto más poblado del planeta- vive, entonces, una violencia terrorista de carácter estructural. Sin resultados, es alarmante cómo en la última década se ha gastado infructuosamente más de 80,000 millones de dólares en derrotarla. En ese mismo lapso, más de 50,000 mil muertos por esta causa. Un país idóneo para las prácticas del terror, precisamente en las afueras de Islamabad, la capital pakistaní, fue eliminado Osama Bin Laden en el 2011 por un comando de élite estadounidense. Refugio que fue para el líder de Al Qaeda, lo es ahora para muchos otras porciones yihadistas. El país puede ensangrentarse mucho más.