Sin pérdida de tiempo, el presidente de EE.UU., Donald Trump, ha invitado a su homólogo mexicano, Enrique Peña Nieto, para que visite la Casa Blanca. Trump sabe de memoria las debilidades del gobierno charro, pero sobre todo conoce al dedillo la ausencia de reflejos políticos de su mandatario. Buscará, entonces, sacarle provecho a estas dos variables, a las que agregará la condición de que el mexicano se está convirtiendo técnicamente en un presidente de salida con altísima desaprobación precisamente por haber invitado en agosto de 2016 al entonces candidato Trump a su país y lo que es peor, en esa ocasión, haberlo recibido casi con el estatus de presidente. Peña Nieto sabe que sus compatriotas no le perdonan a Trump su insistencia para levantar el muro en la frontera entre ambos países, un completo despropósito en plena globalización donde la apertura de fronteras más bien es el imperio de las relaciones interestatales. Es muy probable que este cuestionado asunto sea objeto de la reunión y Peña Nieto no se da cuenta siquiera que es inaceptable un viaje en las circunstancias actuales, si acaso no hay una disculpa pública por las calificaciones vertidas por el magnate neoyorquino en contra del pueblo azteca cuando candidato a la Presidencia de su país. El viaje podría salir muy caro a Peña Nieto si no sabe administrar las ventajas y desventajas que se van a derivar del encuentro. A los mexicanos les costó una revolución -liderada por Emiliano Zapata y Pacho Villa (1910-1920)- para mostrarse como la nación de origen hispano con una de las identidades nacionales más arraigadas de la región. Para condecirlo, Peña Nieto deberá decirle desde el arranque a Trump que México y América Latina condenarán el muro cuya construcción confirmaría que seguimos siendo el patio trasero que Washington siempre creyó.