He cambiado repentinamente el tema de mi columna para hoy porque el anuncio en la víspera de la llegada del papa Francisco al Perú en enero de 2018 es motivo de regocijo para todos los peruanos católicos y también para los que no lo son, porque su viaje tiene la doble connotación de ser a la vez el periplo del representante de Jesús en la Tierra en su condición de pastor universal y el de un jefe de Estado -El Vaticano- con el cual el Perú mantiene una vinculación histórica privilegiadamente armoniosa. 

Es verdad que antes ya vino un papa al Perú -Juan Pablo II y en dos ocasiones: 1985 y 1988-, pero la llegada del Papa jesuita se produce en un momento de importantes cambios en el sistema internacional, donde precisamente el Obispo de Roma es protagonista; además, tengamos presente que Su Santidad Bergoglio hace rato que dejó de realizar visitas pastorales únicamente para los feligreses. El sello de su ecumenismo es el carácter distintivo de su actuación universal. El Vaticano cuida mucho los desplazamientos del Sumo Pontífice por el mundo, de tal manera que cuando se realicen no coincidan con los momentos políticos, sobre todo de carácter electoral, en los países que tiene pensado visitar. No es una regla, pero se da. Eso explica por qué llegó a Ecuador, Bolivia y Paraguay en su viaje de 2015 cuando el Perú estaba en ruta. Nosotros vivíamos el inicio de un proceso electoral y para el Vaticano no era conveniente que el Santo Padre concrete sus visitas pontificias. Por esa misma razón no viajó a Argentina cuando se producía la salida de Cristina Fernández de Kirchner y el triunfo electoral de Mauricio Macri. Cuando en los años 80 el papa Wojtyla llegó al Perú, lo hizo en medio de la amenaza terrorista de Sendero Luminoso y del MRTA. Ahora toca a Francisco una visita cuando el país afronta uno de los mayores descréditos por la corrupción, igual que toda la región. Esperémoslo como corresponde