Los recientes actos violentos en Jerusalén, con varios muertos israelíes y palestinos, traen al presente el grave problema de intolerancia en la histórica Vieja Ciudad. El registro bíblico de ella es que, luego de su construcción, fue destruida y enseguida reconstruida, repitiéndose ese triste ciclo a través de los tiempos. Las luchas intestinas por dominarla, entonces, se explican desde las historias religiosas de judíos y palestinos, que son los que se han venido enfrentando milenariamente por incorporarla a su jurisdicción en la idea de cada uno de asumirla como propia. Con cuatro barrios -cristiano, armenio, árabe y judío-, cada cual tiene un argumento religioso para sustentar su pertenencia. En el barrio cristiano se ha levantado la Iglesia del Santo Sepulcro, que es el lugar donde Jesús fue crucificado -lugar del Gólgota o lugar de la calavera-, enterrado y de donde se profesa que el Nazareno resucitó. En el barrio armenio, también cristiano, se erigió el Monasterio de Santiago, que es el centro armenio más antiguo del mundo. En el barrio judío se encuentra el Kotel o Muro de los Lamentos, que es un fragmento de lo que los judíos consideran el lugar donde se erigió en el pasado el Monte del Templo, por lo que este recinto extraordinariamente sagrado representa para los judíos el punto más cercano a Dios por medio de la oración. No menos importante, el barrio árabe, el más extenso de los cuatro, donde se halla en una explanada el santuario del Domo de la Roca y la Mezquita de Al-Aqsa -a cuyo acceso precisamente Israel acaba de poner restricciones-, que para los musulmanes es el tercer lugar más sagrado del islam, pues creen que de allí Mahoma, el Profeta Mayor del islamismo, subió al cielo en un caballo alado. La fórmula de una jurisdicción internacional para Jerusalén está enganchada al problema de fondo entre judíos y palestinos, que es por los territorios ocupados luego de las anexiones israelíes de 1967, y que, aunque es distinto, complementa y arrastra al de Jerusalén.