Se ha ido un auténtico maestro del periodismo, el señor Raúl Fernández Menacho. Un reportero de un sinfín de batallas, redactor acucioso, como pocos, y dotado de una narrativa pensada siempre en el lector, jefe siempre dispuesto a enseñar a los que, como yo, veníamos con los defectos de la universidad. Así lo conocí, cuando se formó Canal N. Te adoptaba sin que se lo pidas. Te paraba en seco. Te bajaba del micro. Te ponía dos hielos en la cabeza. Te invitaba de la única droga que aceptaba públicamente disfrutar: la adrenalina. Lo gritaba en la redacción: ¡adrenalina! Gozaba al poder darle algo más de verdad a la gente.

De Raúl aprendí que ser periodista no es solo un trabajo, sino una misión en la vida. Guio mis primeros pasos en el periodismo, me limpió los mocos de reportero. Cada consejo suyo era una lección de vida. Solía cogerme elegantemente de la solapa del saco, acercar su voz cafeinada y de buen diafragma, y pronunciar lentamente mi nombre. Defendió siempre el buen periodismo. Fue un asesor en la sombra al que siempre oí.

Supo trazar una línea que solo los buenos saben trazar; una entre la amistad y el negocio. Cualquier discusión se terminaba cruzando la puerta del canal. Conocedor como pocos del buen vino y del pisco genuino. De la buena comida y las charlas inolvidables en la que uno seguía aprendiendo. Un infarto fulminante se lo llevó a la eternidad. Los que seguimos su legado, el buen periodismo y cómo evitar que desaparezca, estamos de duelo. Porque una cosa es mandar y otra es comandar, Raúl, y nunca lo voy a olvidar. Agárrate Catalina, que vamos a cabalgar.

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