En “La industria del miedo”, un capítulo del libro Patas Arriba de Eduardo Galeano, el escritor uruguayo se refería a la inseguridad ciudadana en nuestros países y decía: “Hasta los ateos nos encomendamos a Dios antes que encomendarnos a la Policía”. Ese también parece el sentir de muchos peruanos ante la ineficacia de los que deben velar por el orden y la seguridad en nuestras calles. Por ello, han aparecido muchas campañas para hacer justicia por sus propias manos.
Voy a cumplir dos años viviendo en Huancayo y a menudo recorro todo el centro del país por las obligaciones de mi trabajo. A comparación de Lima, esta parte del Perú es un paraíso en materia de seguridad. Por ejemplo, en la capital si me llaman al celular y estoy caminando o en el auto, tengo que decir: “Te devuelvo la llamada porque estoy en la calle”. Los peligros están latentes. En Huancayo, Huancavelica, Ayacucho o Huánuco puedo responder sin temor.
Aquí hay costumbres ancestrales y los propios pobladores combaten al ladrón, al violador y al abigeo. Este efecto de administrar justicia por sus propias manos ahuyentó a la delincuencia. Desde que llegué a estos lares, he observado a ladrones azotados, paseados desnudos por las calles, apedreados y hasta quemados.
En 2007, cerca de 800 pobladores, en Huallhua, Huancavelica, prendieron fuego a una camioneta en la que huían cinco ladrones, quienes murieron carbonizados. Dos años después, en Yanacancha, Chupaca, la población quemó a tres delincuentes.
No quiero decir que esta sea la solución, porque siempre tiene que imponerse la ley y la institucionalidad, pero es momento de que los que deben velar por nuestra seguridad resuelvan el tema de la impaciencia de la gente, que quiere recuperar su tranquilidad.