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Lo del Nobel a Juan Manuel Santos terminó por rebasar todos los límites. Se premia a quien condujo un proceso de paz que solo buscó posicionarlo en la historia y que no reparó en el precio de la impunidad para las FARC ni en la dádiva fácil para convencer a tantas víctimas de ese terrible grupo terrorista, que arrasó uno de los países más democráticos de Latinoamérica por décadas. Y que precisamente por ello tenían el conducto para hacer sentir su voz y plantear sus demandas participando -como quieren ahora, a la hora nona y luego de varios miles de muertos de por medio- del juego político civilizado.

Las FARC no solo son uno de los grupos terroristas más sanguinarios. Además son una organización terrorista conocida por los miles de mujeres que violaron y, por si fuera poco, es considerado uno de los cárteles de la droga más multimillonarios del planeta. Con esta gente, Santos no tuvo escrúpulo en pactar, con la santificación del mismísimo gobierno cubano en la emblemática La Habana, con el fin de lograr su beneficio personal que acaba de ser coronado con el insólito Nobel de la Paz.

El mensaje que Estocolmo ha querido dar es que el premio es para apuntalar el proceso de paz. Pues bien, es claro que todos quieren la paz. Al fin se entendió. Pero no a cualquier precio. No al precio de lanzar el mensaje de que la impunidad y el crimen terminan pagando. Cuando eso sucede, una sociedad destruye el fundamento de la civilización misma, el cual es el respeto por los demás y el castigo a quienes lo incumplen. No queremos eso para Colombia ni para Latinoamérica y por eso, el propio pueblo colombiano dijo No en el plebiscito del domingo pasado. Un grito de dignidad que, por desgracia, los señorones del Nobel han pretendido acallar con su insólita decisión. Un falta total de respeto.

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