Ni siquiera el famoso Pato Donald -la creación de Disney-, que ha gozado por décadas de la simpatía de generaciones, tendría ganas de mostrarle adhesión a quien por azar del destino se llama como él: el señor Donald Trump, precandidato republicano que busca consolidarse en las inminentes primarias como la carta de su partido para las elecciones de noviembre de este año y que lo lleve a ocupar la Casa Blanca. El tamaño del rechazo al excéntrico magnate neoyorquino va en aumento, pero eso a él no le importa. Está cantado que no contará con los votos de los latinos ni de los musulmanes que viven en el país y que son un importante bolsón electoral. Su discurso polémico por su evidente cuota xenofóbica con enorme carga racista, considerándolos prácticamente ciudadanos de segunda categoría, ha generado una aparente reacción positiva a su candidatura que sus seguidores lo justifican por los resultados de las encuestas al ubicarlo en el primer lugar de las preferencias, pero eso en el fondo no es verdad. Trump no cuenta con el perfil que, a mi juicio, debería tener el futuro 45° presidente de los EE.UU. La calidad de superpotencia y de hegemonía obliga al país a que su futuro presidente deba tener el tamaño para afirmar el equilibrio internacional. Con lo anterior, debe contar con pura inteligencia emocional, un atributo para el éxito humano en general que, para un gobernante, se convierte en una exigencia. Su volubilidad hace impredecible su conducta y eso es lo realmente malo, pues desnuda un mar de indefiniciones cuando más bien un jefe de Estado debe ser siempre ecuánime y coherente en su visión del mundo. Trump sería toda una incógnita para la paz.

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