Desde que el presidente Santos allanó el camino para lograr la paz en Colombia, y que fue el motivo principal por el que una apretada mayoría de sus compatriotas le dio el espaldarazo para un segundo mandato, la actitud de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) no ha sido clara ni transparente. Las FARC, que siempre se autoproclamaron grupo guerrillero marxista-leninista y que operan desde 1964 en un sector importante de Colombia y en la zona fronteriza con Venezuela, son consideradas un grupo terrorista, es decir, están proscritas del reconocimiento como sujeto del derecho internacional, o sea, actores a los que se les pueda atribuir derechos y deberes, esa es la realidad. La práctica de tomar rehenes es contraria a las reglas establecidas en los convenios de Ginebra sobre derecho internacional humanitario de 1949 y sus protocolos complementarios, que consagran de modo imperativo que no puede involucrarse en los actos conflictuales a quienes no participan del combate ni tomarlos por la fuerza o contra su voluntad para promover condicionamientos o chantajes a la otra parte del conflicto. Sin duda, las FARC no están generando ningún mínimo de la confianza que se necesita para llegar a un arreglo de paz permanente con el Estado. Ya mismo, cuando toda la expectativa colombiana estaba centrada en que hoy sábado el general Rubén Alzate y sus acompañantes tomados por rehenes hace ya más de una semana, serían liberados, llegó la noticia del aplazamiento de la liberación por 24 horas más de lo previsto, lo que desconcierta a la opinión pública y desalienta a los negociadores gubernamentales porque no terminan de convencerse de que están frente a una actitud realmente orientada en querer la paz. Mientras tanto, Santos mantiene su posición incólume de que si no hay libertad, no habrá negociación. Veremos.

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