La foto del mundo es para preocuparse. Al ataque de Estados Unidos a una base militar del régimen del dictador sirio Bashar al-Assad, luego de que le fuera imputado lanzar un ataque con armas químicas sobre población civil e indefensa, y al desplazamiento de un portaaviones, el más poderoso y letal que cuenta en la región asiática, movilizándolo hasta las costas próximas a Corea del Norte, ahora Washington vuelve a sorprender al mundo con un certero ataque aéreo con bomba no nuclear pero efectiva en Afganistán, cerca de la frontera con Pakistán, en la región asiática, contra posiciones del Estado Islámico (EI) en espacios subterráneos clandestinos. EE.UU. sabe que en Afganistán, donde Al Qaeda coludido con el régimen Talibán atacó las Torres Gemelas, en setiembre de 2001, se encuentra la cuna del terrorismo internacional. Allí se gestan y de allí parten hacia sus objetivos. 

La CIA debe haber identificado las vinculaciones del EI, surgido de los escombros de Al Qaeda, a la muerte de Osama Bin Laden (2011), con los últimos remanentes del referido grupo terrorista.

La inteligencia estadounidense sabe muy bien que no le puede dar espacios a los yihadistas y por esa razón arremete por resultados. En ese contexto, el verdadero rostro de Donald Trump comienza a revelarse en toda su extensión. Su discurso de los tiempos de candidato es cuestión del pasado. Le dice a los actores concernidos de las relaciones internacionales, en el clima de tensión internacional desatado (Rusia, Corea del Norte, Irán, Siria, Afganistán, China, etc.), que el realismo político prima sobre todas las cosas. Es pura actitud para mostrar hegemonía. En ese marco, se trata de una crisis internacional atípica, pues además de los referidos actores convencionales están los no convencionales, donde se ubica el terrorismo internacional. Así las cosas, existe un panorama prebélico, que se debe evitar a cualquier precio que pudiera escalar. La diplomacia tiene que mostrarse para que la paz de la Carta de San Francisco (ONU, 1945) sea la regla.