La opinión pública estadounidense no sale de su asombro luego de escuchar las declaraciones en la comisión de investigaciones del Senado, del exdirector del FBI James Comey, destituido del cargo por el propio presidente Donald Trump. No es que Comey hablase por la herida abierta. No. Su reputación como funcionario impoluto del respetado FBI lo hace creíble y apreciable, lo que significa que la carga de una probable mentira ha sido trasladada al mismísimo presidente de los EE.UU. Comey no se ha detenido en señalar que fue el presidente Trump quien le pidió desistir de sus investigaciones sobre la conexión rusa, donde era clave el teniente general Michael Flynn, asesor del magnate jefe de Estado en asuntos de seguridad y defensa y que por el escándalo tuvo que apartarse del puesto. 

Comey se ha esforzado en transmitir un único mensaje a la justicia de su país, pero sobre todo al pueblo de los EE.UU.: que el 45° presidente de los Estados Unidos de América es un mentiroso. En la idiosincrasia de este país decir la verdad es todo. Aquel que miente termina aniquilado.

El sistema jurídico-político de la nación más poderosa de la Tierra asume a la verdad como un factor esencial del mantenimiento del sistema. Quien miente difícilmente podría sostenerse. Por esa razón, al presidente Richard Nixon (1969-1974) no le quedó otra alternativa que renunciar antes de que la Corte Suprema lo destituyera por las irrefutables evidencias en el caso Watergate (1974), que lo involucraran en la sustracción de documentos del partido Demócrata, lo que él negaba. 

Contrariamente, Bill Clinton aprendió de esa lección una vez desatado el escándalo que reveló una relación sentimental con la entonces becaria Monica Lewinsky (1998). Clinton pidió perdón al país y no le pasó nada. Trump debe saber de memoria, entonces, que mentir puede ser la tumba para cualquiera en su país, pues la justicia estadounidense es tremendamente implacable.