Es muy lamentable lo que le está pasando a Turquía y a sus ciudadanos en Europa. El asunto de fondo de la reprobable actitud xenofóbica holandesa de impedir que el canciller de Turquía y otros ministros pudieran ingresar libremente en el territorio de Países Bajos no es nuevo. No es un secreto que Turquía lleva largo tiempo en compás de espera para poder ingresar a la Unión Europea. Los miembros del bloque han argumentado miles de razones para impedirlo, y Ankara lo sabe. El mayor problema de los turcos, más que el visible y real que estamos comentando, es su ausencia de decisión para definirse la nación turca como europea o asiática. Hallarse geopolíticamente en el punto medio de la zona euroasiática no le ha permitido a los turcos ubicarse históricamente. Turquía, con casi 80 millones de habitantes, sueña con ser parte de Europa a pesar de estar al tanto de los activismos contra los migrantes que se han alzado en el Viejo Continente en los últimos tiempos. Lejos de ver una reacción mayoritaria europea de condena a la medida holandesa, lo que estamos viendo más bien son cierrafilas con la política de Holanda. Angela Merkel, canciller de Alemania, por ejemplo, ha respaldado públicamente a su gobierno. En los actuales tiempos, en Europa están resurgiendo los grupos nacionalistas y populistas, que en nada van a coadyuvar a crear escenarios de alianza o de unidad intercontinental. Toda la coyuntura en Holanda está concentrada en la arbitraria decisión del gobierno -la opinión pública la respalda-, que ha generado la reacción turca en el nivel de crisis político-diplomática, incluso hasta llegar a la amenaza. El riesgo, que debe ser neutralizado, es que en diversas partes de Europa el extremismo populista xenofóbico está tomando cada vez más forma y hasta ganando adeptos. El argumento de siempre es la seguridad por la ola de atentados terroristas. Turquía se merece respeto y Europa está llamada a concederlo.