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Cuando me sugieren que comente sobre los problemas ciudadanos siempre concluyo con que la responsabilidad nunca es solitaria sino compartida. Como cuando escucho los reclamos de los vecinos -y me incluyo- de que la ciudad no tiene muchos tachos de basura, pero terminas dándote cuenta de que los pocos que pusieron fueron hurtados.

Por ejemplo, el último domingo por la tarde fuimos con mi sobrino a ver un partido de fútbol y, a la salida, nos provocó un anticucho. Compré dos y caminamos rumbo a mi casa. A la mitad del camino ya habíamos puesto fin al antojo y nos propusimos dejar los palos en un botadero cercano.

Como en las esquinas de las principales avenidas siempre están los botaderos -al menos esa era mi idea-, llegamos a una de estas para no andar con palito en mano hasta nuestro paradero final. Miramos las cuatro esquinas y de esos botaderos municipales que también fueron comprados con la plata de mis tributos solo quedaban los parantes.

La situación no era para reírse, sino para indignarse ante la indolencia de la gente frente a un acto incivilizado. Imaginaba quién se podía haber llevado un tacho de basura, qué uso le podía dar a una lata pintada con un logo municipal y/o quién pudiera comprar un aparato roto. No obtuve la respuesta, pero sí la desazón de estar frente a un estado de sobrevivencia.

No es que uno se haga el loco y crea que vive en el país de maravillas donde la gente no tiene urgencias que atender. Sin embargo, llegar al límite de desaparecer estos aparatos de servicio público es difícil de entender. Peor aún, es más complicado hallar una solución porque estamos hablando de cierta subcultura que implica el menosprecio por los demás.

La responsabilidad compartida a la que siempre me lleva una reflexión sobre los problemas ciudadanos, es que no solo debemos reclamarle a la autoridad por no hacer campañas de sensibilización para que la gente cambie de actitud (poner tachos no hace más limpia la ciudad), sino que asumamos parte de la culpa por no cuidar nuestro patrimonio.