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El derecho distingue los actos de iure de los actos de facto. Los primeros son aquellos que están de acuerdo con las normas jurídicas que son la base del ordenamiento social y sin los cuales viviríamos bajo el imperio de la barbarie. Los segundos, los que son impuestos por la fuerza, tirándose abajo las instituciones del Estado y desoyendo la voluntad popular. La Asamblea Nacional (AN) de Venezuela es su Poder Legislativo y sus representantes -los diputados- expresan la voluntad del soberano que es el pueblo. La AN, ahora controlada por la oposición, acaba de aprobar “la ruptura del orden constitucional y la existencia de un golpe de Estado” en ese país. Esta calificación es absolutamente jurídica y por sus actos esencialmente legítima pues expresan la voluntad del soberano que es el pueblo. Es la primera vez que el gobierno de Maduro es calificado técnicamente como un gobierno de hecho o de facto, es decir, ahora se trata de un régimen formalmente al margen del derecho y la razón salta a la vista: desconoce el derecho de todos los venezolanos a revocar su mandato, una prerrogativa ciudadana consagrada en la Carta Magna llanera. Venezuela, por tanto, cuenta con un gobierno antijurídico e ilegítimo. El escenario anterior activa automáticamente el artículo 20° de la Carta Democrática Interamericana de la OEA -aprobada en Lima en 2001- que establece que al haberse alterado el orden constitucional gravemente bajo la premisa de existir un obstáculo insuperable -el impedimento de la revocatoria-, el secretario general de la OEA o cualquier Estado miembro del foro puede solicitar la convocatoria de su Consejo Permanente de Cancilleres, que luego de evaluar la situación en ese país, podría decidir hasta su suspensión de la organización. Esta vez los Estados miembros de la OEA, centroamericanos y del ALBA, principalmente, no pueden seguir apañando a Maduro, cuyo gobierno hecho paria, y con la decidida acción internacional, terminará cayendo.