¿Quién podría dudar en su sano juicio que el régimen de Venezuela es una dictadura? Nadie que tenga profundas convicciones democráticas, por supuesto. Maduro es un presidente que vapulea la Constitución y no entiende qué es el Estado de Derecho. Tampoco puede comprender el valor y la trascendencia de la separación de poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) y jamás asumirá como válida la alternancia de la conducción del poder político, pues por nada del mundo permitirá elecciones libres. Su desprecio por el derecho revela que no le importa ser calificado como un presidente de facto (de hecho), es decir, un mandatario sin respaldo de la ley ni del soberano, que es el pueblo, y que se sostiene por el poder fáctico e intimidatorio a través de las Fuerzas Armadas, cuya cúpula hace rato es cómplice de toda la crisis institucionalizada en el país.

De otro lado, el secretario general de la OEA, Luis Almagro, viene realizando indesmayables gestiones para que los países miembros de la organización se pronuncien sobre lo que está sucediendo en Venezuela. Hasta ahora ha emitido dos informes sobre la gravedad política en el país y no ha dudado en invocar la activación de la Carta Democrática Interamericana (CDI, 2001), sin ocultar el objetivo de la suspensión de Venezuela del foro. Frente a este pésimo mal ejemplo venezolano para la región, los países del hemisferio deben adoptar una posición. El Perú ha decidido retirar definitivamente a su embajador en Caracas. Ahora serán las calles de Caracas y de otras ciudades llaneras, y la comunidad internacional, los escenarios para la lucha. No será fácil y hasta puede haber derramamiento de sangre, que nadie quiere, pero Maduro tendrá que dejar el poder, eso es inexorable y ese camino deberá comenzar con la apuesta de los Estados de la OEA por la referida suspensión venezolana del foro hemisférico, pues se acaba de producir la ruptura del orden democrático en el país (Art. 21° de la CDI).