Nada más bastó que el secretario general de la OEA, el uruguayo Luis Almagro, al frente de la organización continental desde el pasado mes de mayo, se reuniera recientemente en Washington con el líder opositor venezolano, Henrique Capriles, para que Nicolás Maduro reaccionara, como siempre, apasionado y escasamente racional, dando un grito hasta el techo para anunciar en una conferencia de prensa en la sede de la ONU, en Nueva York, que de ninguna manera aceptará la presencia de una misión de observadores alistada por la propia OEA para que observe las elecciones legislativas en Venezuela, previstas para el próximo 6 de diciembre. La reacción de Maduro no me sorprende. Era lo esperado de un régimen decadente al cual la mayoría de la población ha venido mostrando su ascendente hartazgo por la incapacidad presidencial para sacar al país de la grave crisis económica y, en general, estructural en que se encuentra. La súbita y acalorada reacción de Maduro pone al descubierto el enorme tamaño de su miedo, pues perdiendo el control del Parlamento Nacional prácticamente pierde el control jurídico-político que ha venido manipulando a sus anchas al detentar un control casi total de las instituciones tutelares del Estado. La observación electoral no es una inspectoría internacional, tampoco una injerencia o intromisión en los asuntos internos de un Estado, como ha dejado entrever Maduro, y mucho menos es atentatoria a la soberanía nacional. Es todo lo contrario. Se trata de una práctica muy importante fundada en la transparencia de los procesos eleccionarios a la que todos los países del hemisferio y también del globo han manifestado su convencional aquiescencia. La realidad en Venezuela es que ya nadie -dentro ni fuera del país- cree en el gobierno de Maduro y por eso es indispensable que haya observadores para legitimar los procesos que respeten la voluntad del pueblo.