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Las dictaduras y los regímenes autocráticos y totalitarios se han mantenido merced al control total que han ejercido sobre las Fuerzas Armadas, titulares del poder coactivo y coercitivo de un Estado. Esta premisa, de puro realismo político, no ha fallado, nos guste o no; si no, miremos el caso de Corea del Norte. Mi reflexión penosamente no se ampara en el derecho sino en el poder. Las Fuerzas Armadas de antes asentían la voluntad antojadiza del monarca, que era el soberano, pero luego de la Revolución Francesa de 1789, su rol estuvo subordinado al nuevo soberano, que es el pueblo, de quien emana el poder legítimo. El gobierno de Nicolás Maduro no cuenta con el respaldo del pueblo, que más bien lo quiere apartado de la conducción del Estado. Maduro está amparado en una cúpula de militares cómplices de sus fechorías y por ello con una enorme responsabilidad que tendrán que afrontar, tarde o temprano, cuando el régimen caiga. Los generales que recientemente se mostraron ante las cámaras de los medios saben que en su momento el derecho y la justicia les pasarán factura. La idea de seguir apañando al presidente chavista es por dos cosas: 1) porque Maduro los engríe al máximo permitiéndoles las gollerías que un régimen democrático jamás ampararía; y 2) porque entre ambos se estarían tapando mutuamente una serie de actos delictivos que podrían haberse cometido durante la larga permanencia chavista en el poder. Al evitar a cualquier precio ser delatados, consideran que cuanto más tiempo se mantengan en el poder, más tiempo tendrán también para ocultar las tremendas irregularidades que podrían haber cometido. La alianza de Maduro con los militares -solo la cúpula- lamentablemente es profunda. La reciente crisis política se ha iniciado con el presidente de facto fuera del país y los militares han cerrado filas con él, esa es la verdad. Solamente una valiente disidencia -además de la acción civil- podrá doblegar a la cúpula y salvar al país.