Frente a las reiteradas amenazas que viene lanzando el líder de Corea del Norte, Kim Jong-un, contra EE.UU., además de Corea del Sur y Japón -sus enemigos de mayor calibre-, en el sentido de efectuar el lanzamiento de un misil balístico de alcance intercontinental que pudiera impactar menoscabando la estabilidad y tranquilidad internacionales, consagradas en la Carta de la ONU de 1945, luego de la nefasta Segunda Guerra Mundial, Donald Trump no se ha quedado atrás y ha entrado en el juego de los discursos amenazantes. Ahora bien, cuando Trump responde diciendo que lo hará con “fuego e ira”, lo que está diciendo es que habrá una acción bélica aunque todavía no configure en el carácter de inminente. Trump sabe, muy en el fondo, que desatada una guerra con Corea del Norte, esta alcanzaría rápidamente niveles de planetaria, trastocando los paradigmas de las relaciones internacionales contemporáneas.

Si uno examina con detención las conductas políticas de Trump y Kim, notará que ambas están promovidas por la acción del acto reflejo, antes que por respuestas derivadas de la reflexión. Esto último sería, a mi juicio, lo más grave para la humanidad. Depender de las reacciones de dos actores pragmáticos, pero sobre todo apasionados, coloca al sentido de la historia de la civilización en una nebulosa de connotación impredecible. De allí que pareciera que ambos actores -Trump y Kim- estarían buscando la razón del pretexto para justificar una acción militar. No sería nada nuevo, si acaso revisamos el comportamiento de los Estados en el sistema internacional, todos ellos siempre desencadenando conflictos a partir de los referidos pretextos. Lo cierto es que como nunca en la historia del hombre, las amenazas de una tercera conflagración mundial, sin que la afirmemos categóricamente, ya no parece una hipótesis producto de la exageración sino del realismo político internacional.