El Perú padece una especie de amnesia colectiva con respecto a los años del terrorismo. Los que vivimos la arremetida de Sendero Luminoso, los que fuimos testigos de la guerra sangrienta desatada por una ideología cainita y maniquea, no podemos olvidar que la falange polpotiana que intentó acabar con nuestro país, casi logra su cometido, casi destruye la democracia por la molicie de las instituciones, la imprudencia de las elites y la indefensión a la que fueron sometidas las Fuerzas Armadas. El cóctel explosivo que bebimos estuvo a punto de liquidar a ese grande y amado enfermo que es el Perú.

Sin embargo, una herida que tendría que ser meditada continuamente, una cicatriz que debería ser examinada cuidadosamente cada cierto tiempo, ha sufrido el maquillaje del tiempo e incluso la cirugía plástica de la más absoluta condescendencia. No faltan los que analizan el terrorismo desde su torre de marfil, argumentando variables, defendiendo a sus protagonistas con argumentos sibilinos, menoscabando el heroísmo de todos los que dieron sus vidas voluntariamente para combatir el terror. La sangre que exigió Sendero fue inocente y también voluntaria: el Perú puede gloriarse porque hubo héroes en ese camino de pacificación.

Es en memoria de estos héroes que urge invitar a las nuevas generaciones a reflexionar sobre el terrorismo y su violencia fratricida. Cuando escucho, leo o veo sostener que Sendero fue la consecuencia necesaria de una sociedad desigual rápidamente recuerdo que la libertad humana va más allá de los supuestos imperativos categóricos de la ideología. Ante la tentación de matar a tu hermano uno, todos, siempre podemos decir que NO. Eso habilita otras salidas, otros caminos, otros senderos donde hay de verdad justicia, donde es posible la auténtica paz.

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