La vieja educación nos privaba a los varones de anidar en lo sentimental, porque eso significaba vulnerabilidad, una posibilidad de que la vida y los otros nos pasen por encima. La rudeza de la violencia se relacionaba con la idea de seguridad, de valentía y de una forma estable de transitar por los terribles resquicios de la realidad. Lo escribo en pasado como un acto de fe, para que forme parte de un reino caído, cuyas lecciones nos permitan vivir mejor. Pienso en esto cuando termino de leer “Literatura infantil” (Anagrama, 2023), libro en el que Alejandro Zambra plasma sus inquietudes como padre e hijo.
El escritor chileno busca su propia forma de contar su primera experiencia en la paternidad y juega con estilos artísticos como el diario, la poesía, el cuento, para moldear su camino.
En los márgenes de los géneros, esta “carta al hijo” (al padre, a la esposa y quizás a él mismo) se posa en lo emocional, en ese amor que se construye en el primer aliento del hijo y que, con el paso de los años, entrega un aprendizaje invaluable: una mirada introspectiva de los relaciones que tuvo antes, porque “cuando tienes hijos, vuelves a ser hijo”.
Ese viaje a la semilla, conmovedora y sin renunciar al humor, va acorde a la esencia de la escritura: “ver las cosas como por primera vez, es decir como un niño, o como un convaleciente”.
Zambra mira la infancia con asombro, ese resplandor que matiza los actos cotidianos, que muestra las insospechadas maneras del amor, de la memoria y de las dificultades de conectar para los varones de generaciones marcadas por la crudeza.
Charly García lo sintetizó en “no existe una escuela que enseñe a vivir”. Zambra: “Nuestros padres intentaron, a su manera, enseñarnos a ser hombres, pero no nos enseñaron a ser padres. Y sus padres tampoco les enseñaron a ellos. Y así”.
El libro del poeta no juzga a los padres e hijos —solo a los impertinentes con sus comentarios y preguntas que nadie pidió—. Por eso, “Literatura infantil” es un remezón, golpea por ambos frentes y evita convertirse en un manual del buen padre o del buen hijo (¿existen de verdad?), sino un registro de esos inextricables vínculos que se forman entre las higuerillas y los arreboles.
RECUERDOS Y FUTURO
Los recuerdos son rutas construidas con nuestros misterios: no siempre coinciden con los relatos de los demás, y los de la infancia están en constante cuestionamiento, a pesar de que los hechos sean repetidos hasta el cansancio por padres e hijos.
Hay un momento en que las versiones difieren, con detalles insólitos o rutilantes que soliviantan discusiones sobre lo que realmente pasó en un determinado contexto.
“Escribo los recuerdos que él va a perder”, apunta Zambra en “Literatura infantil” sobre una de las intenciones personales de su libro: un testimonio que su hijo, en el futuro, pueda leer y, por supuesto, contrastar con otros testimonios o, incluso, con fotografías y videos, los mecanismos de memoria de estos y futuros tiempos.
Se puede dudar sobre cómo se dio un hecho, pero no lo que sentiste en ese momento: la primera instantánea textual del arranque del libro, por ejemplo, es la memoria emocional inmediata del autor al cargar, por primera vez, a su hijo.
Una serie de palabras que se aproximan al encuentro entre el padre y el hijo. Un lenguaje que atraviesa, de otra forma, el corazón.
Escribir tiene esa revancha con la vida: fija un acontecimiento, así sea el más personal, para sostener una voz construida desde el sentimiento más espontáneo y vulnerable. Para que, en una hoja de papel, un cuaderno o un libro, nos siga sorprendiendo con su fulgor.
En la palabra también se descubre la relación que, para bien o mal, se mantendrá ineludible y de la cual esperamos estar a la altura .
“La biología nos asegura un lugar en sus vidas, pero igual ansiamos que nos elijan como padres”, escribe Alejandro Zambra.
Y como hijos, con nuestros errores y esperanzas.
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