El calvario de dos peruanos (Magdalena Truel y Francisco García Calderón) apresados por los nazis en la Segunda Guerra Mundial, ella en un campo de concentración y él en un hotel de lujo, es narrado por Raúl Tola en el libro “La noche sin ventanas” (Alfaguara, 2017), novela histórica que nos habla del valor de la libertad.
Tras cuatro años de trabajo, el escritor y periodista peruano nos presenta esta ambiciosa novela después de documentarse y visitar zonas claves en las que se ambientan las historias.
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Bueno, por varias razones. Yo entrevisté hace algunos años a una sobreviviente del holocausto y su testimonio me dejó muy impresionado. Se llamaba Mery Cogan. Después de conversar con ella, que vivía en Lima, yo me pregunté cuántas personas como Mery tenían que ver con la Segunda Guerra Mundial y vivían entre nosotros. Ella era judía y había estado en el campo de concentración con su madre. Ambas escaparon y llegaron al Perú. Yo me pregunté también cuántos peruanos tenían que ver con esa guerra, cómo el Perú se vincula con la Segunda Guerra Mundial, quizá el mayor conflicto que ha enfrentado la humanidad. Yo me dije a mí mismo que necesariamente el Perú había tenido que ver con la guerra, que era imposible que el Perú no haya tenido un papel, por menor que fuera, en el conflicto. Y yo quería vincular, a partir de esa idea, a mi país con esos años. Al mismo tiempo me sorprendía que no había mayor literatura que vinculase al Perú con la Segunda Guerra Mundial. Y yo quería escribir una novela ambiciosa sobre el Perú y la guerra. Tenía esa idea y empecé a documentarme sobre lo que había ocurrido en el Perú en esos años y descubrí que hubo un movimiento político insospechado. En ese entonces, el Perú había tenido dos presidentes muy cercano al fascismo, que eran (Luis Miguel) Sánchez Cerro y Óscar R. Benavides, pero sentía que me faltaban las historias, que finalmente son el centro de una novela, lo que te permite hablar de un fenómeno global a partir de las historias individuales. Esas historias las encontré gracias a la investigación de Hugo Coya en “Estación final” (2013). Él descubre a Magdalena Truel en sus pesquisas buscando peruanos que estuvieron en campos de concentración. Él me mencionó alguna vez la historia de Francisco García Calderón, que él no desarrolla en su libro porque, a diferencia de los demás personajes, este no estuvo preso en un campo de concentración sino en un hotel de lujo junto con otros diplomáticos y su familia. Esa es un poco la génesis de la novela.
¿Cuál es la historia detrás de esos dos personajes?
Una cosa que me atrajo mucho al descubrir las dos historias es que ambas ocurrían en un mismo tiempo, de dos peruanos que sufrían durante la Segunda Guerra Mundial, pero que al mismo tiempo eran dos historias muy contrastadas. Ella, que era una falsificadora de pasaportes, es una mujer que pelea en la resistencia y la apresan por hacerlo; y el otro, en cambio, es un diplomático que era embajador del Perú en París y que cumple las misiones que le habían encomendado los gobiernos de no dar, por ejemplo, visados a los judíos. A pesar de haberlo cumplido, también termina preso de los nazis en condiciones muy distintas y termina enloqueciendo en su cautiverio, porque Francisco era un personaje bastante depresivo desde muy joven. Entonces, son dos historias, una vinculada al heroísmo y otra a la fría distancia de la diplomacia. Pero ambos confluyen porque son trágicos.
¿Qué tienen esos personajes de ti, porque siempre hay algo o mucho del autor en su obra?
También creo que todas las ficciones son autobiográficas. Sí, me lo he preguntado mucho en estos últimos meses. Creo que Magdalena es una rebelde que pelea por su libertad y que no transige hasta encontrar su libertad, y el bien que yo más valoro en mi vida es la libertad. Mi vida siempre ha sido una puesta por mantenerme independiente, libre, por no doblegarme, por mantenerme fiel a unos principios que me permitan ser libre. Y en el caso de Francisco, creo que él, a pesar de ser un intelectual, uno de los más importantes de su tiempo, defiende ideas bastante despreciables desde el punto de vista actual, como el autoritarismo, la necesidad de dictadores, el racismo. Él planteaba que para que países como el Perú salieran del atraso necesitaban oleadas de inmigrantes que vinieran de Europa para limpiar la sangre, para mejorar la raza. Son ideas que yo no comparto en absoluto, pero al mismo tiempo debo reconocer que cuando plantea esas ideas lo hace pensando en el Perú. Él es el primer intelectual que escribe un tratado, que es “El Perú Contemporáneo” (1907), donde piensa en el Perú, donde se pregunta qué es el Perú, por qué el Perú es como es, qué se debe hacer para que el Perú mejore, etc. Yo creo que eso es una cosa que, a pesar de no compartir sus ideas despreciables y de rechazarlas y combatirlas, hay que reconocerle, que hay admirarlo. Me da pena que no se le lea, que no se le debata más, que no se le tenga más presente. Yo siento un nivel de identidad con esa generación del 900, por su preocupación por el Perú, por cuestionarse qué es el Perú.
¿Has tenido comentarios de europeos sobre tu libro?
La novela se publica en diciembre en España y los únicos comentarios de europeos que he tenido han sido los de mi mujer, que es española, de mi suegra, que también es española, y de algunos parientes de ellas que la han leído. A todos ellos les has gustado, les ha sorprendido. Pero también hubo un comentario de una agente literaria, cuando le envíe la novela para que la evaluara. Cuando me rechazó la novela me dijo, entre otros argumentos: “¿Pero qué le puede enseñarle un peruano a un francés o a un alemán sobre la Segunda Guerra Mundial”. Me pareció un argumento absolutamente estúpido, feo. Y, al mismo tiempo, pensé, claro, los peruanos nos hemos sentido al margen de la Segunda Guerra Mundial y los mismos europeos deben sentir que ese conflicto es territorio exclusivo de ellos: entonces, que un latinoamericano escriba sobre eso, seguro, es despreciable. Todos tenemos el derecho de contar lo que vimos de ese fenómeno.
¿Cuánto tiempo te tomó escribir la novela?
Es una novela que escribí aproximadamente en cuatro años, que comenzó con investigación, pero que cuando encontré más o menos las pistas de lo que quería seguir empecé a preparar el primer borrador. Durante la mayor parte del trabajo, la investigación fue paralela a la escritura. Y la investigación fue, por supuesto, en libros, pero también hice trabajo periodístico. Fui a los lugares donde ocurrían estos hechos para tomar fotografías, para respirar el ambiente en el que ocurren estas ficciones.
¿Qué lugares visitaste?
Básicamente me fui a tres lugares. Estuve en el campo de concentración de Sachsenhausen, compré todos los libros que pude en la librería del campo sobre la historia del lugar. Luego visité el Hotel Dreesen, que está en Bad Godesberg. En ese hotel se han borrado todas las huellas del cautiverio de estos diplomáticos y casi no se sabe de su vinculación con el Tercer Reich y que era uno de los hoteles favoritos de (Adolfo) Hitler. Después estuve en París, donde pasa buena parte de la ficción.
En la novela hay muchas referencias históricas. ¿Cómo logras no desvirtuar la realidad en una novela?
Porque, como bien dices, es una novela, un ensayo; entonces, uno no puede perder de vista que lo que importa es contar una historia. La investigación a mí me ha ayudado muchísimo para darle un contexto histórico a estas historias. Es cierto. Esto es novela, ficción, mentira, pero como son hechos tan reconocibles uno no puede equivocarse, sino la novela deja de ser verosímil. Pero también es cierto que hay algunos hechos que me he permitido modificar, tergiversar, pero adrede, no por error. Algunos hechos históricos los he cambiado para que la historia funcionara mejor. Muchos escritores de novela histórica lo han hecho. Esas son las libertades que te permite la ficción, pero yo creo que esas libertades nunca pueden atentar contra la credibilidad, la verosimilitud de la novela.
¿Por qué no te refieres a Adolfo Hitler con su nombre y lo llamas más bien “El Dictador del Bigotito Ridículo”?
En general, los autócratas no son mencionados por su nombre en las novelas. Aquí está Hitler, que es “El Dictador del Bigotito Ridículo”; está Mussolini, que es “El Caudillo de los Ojos de Loco”; está Stalin, que es “El Tirano de Mostacho”. No sé. Yo creo que es una forma sutil, divertida, de editorializar, de alguna manera. Estas personas no las quiero mencionar por sus nombres por lo despreciables que me parecen y porque, a pesar de que están su obras, siento que sus nombres manchan la historia. Quizá esa es una motivación.
¿Por qué te fuiste te fuiste hasta España para escribir esta novela?
Porque quería vivir esa experiencia de vivir fuera, porque sentía que quería distanciarme un poco del Perú, porque sentía que una novela tan ambiciosa como esta necesitaba dedicación exclusiva, un trabajo casi de oficina, y sentía que eso aquí iba a ser difícil, porque aquí hay compromisos, la familia, los amigos. Pero también porque quería vivir la experiencia del desarraigo, de conocer otra cultura, de vivir una vida diferente, de comenzar de cero. Nuestros principales escritores lo han hecho. Y dicen siempre que las distancias te dan un enfoque diferente, te permiten ver con mayor objetividad tu país. Y yo, siguiendo ese consejo, me fui. Creo que para mí ha sido importante. Originalmente era un viaje literario, pero ha sido finalmente un viaje vital, un cambio en mi vida. Allí conocí a mi mujer, allí nació mi hija. Han sido, la verdad, algunos de los años más felices de mi vida.
En tu novela anterior (“Flores amarillas”) no se si tú ya habías encontrado tu estilo, tu forma de narrar. ¿Cuál de estas dos últimas te sientes consolidado como escritor?
Lo que pasa es que ambas tienen un encanto distinto para mí. “Flores amarillas” (2013) me parece que es el quiebre definitivo de mi producción, el gran salto adelante con el que yo me siento cómodo con lo que estoy escribiendo, me siento contento, me siento escritor con los resultados de ese trabajo.
¿Por qué antes no lo sentías?
Más bien yo sentía que estaba en una búsqueda de mi perfeccionamiento, pero esa novela me hace sentir mucho más asentado. Y, al mismo tiempo, es una novela muy personal porque lo que yo uso como materia prima para la ficción es la historia de mi familia materna, que es una familia de inmigrantes italianos que se asienta en el Perú y que encuentra en uno de sus descendientes a una persona muy exitosa y poderosa. Yo cuento esa saga familiar, que es mi saga familiar. Es una novela muy íntima si tú quieres. Pero yo siento que en esta novela (“La noche sin ventanas”) estoy más en control de mis herramientas, siento que mi prosa está mucho más afilada, siento que es una novela que he podido trabajar más. A cada una de ellas las quiero por motivos diferentes, pero creo que exclusivamente, desde el punto de vista literario, “La noche sin ventanas” consigue ese propósito que creo que tenemos todos los escritores: escribir una novela mejor que la anterior. Espero que esta no sea tan buena como la próxima.
¿Por qué te dedicas a la literatura?
Esa es una pregunta que me hago todos los días. Yo creo que lo hago porque, en primer lugar, soy un lector. Hay novelas que no se han escrito, que no se han contado, y yo quiero contarlas. Siento que cuando escribo estas historias juego este juego del que hablaba (Mario) Vargas Llosa cuando se refería a (Gabriel) García Márquez, el del deicida, la persona que juega a ser Dios. Mata a Dios para jugar a ser Dios y armar un mundo a tu propia medida y hacer con los personajes lo que tú quieres. Siento también que lo hago porque cuando uno construye un mundo que se parece más a su ideal; por tanto, demuestra un descontento con el mundo tal cual lo conocemos. Y, en definitiva, el arte en general, no solamente la literatura, es una manifestación de rebeldía, de descontento, de crítica, a la realidad.
¿Cuál será tu próximo proyecto?
Estoy pensando mucho qué estructura me convendría para escribir otra novela como “Flores amarillas” y “La noche sin ventanas”, pero mucho más autobiográfica, que cuente mis iniciaciones en el periodismo televisivo. Yo formo parte de la primera generación de Canal N, que durante el final de la década de los 90's y principios del 2000 jugó este papel capital durante la caída del fujimorismo. Nosotros, que teníamos 23 o 24 años en ese entonces, nos tocó ver todo eso en primera fila. Yo estuve en la mesa de conducción cuando presentamos el primer vladivideo, el de Kuri-Montesinos. Yo he visto todo eso desde las entrañas. Esa pequeña ventana informativa poco a poco fue dando a conocer hechos que terminaron por cambiar al historia del Perú. A mí siempre me ha parecido que fui un privilegiado, un afortunado, porque comenzar en el periodismo en ese momento. Me parece que es una época muy novelesca.
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