El silencio
El silencio

Mi amigo está siendo extorsionado. No me lo contó él, lo supe por un tercero. Enterarme me desarmó. He frecuentado a mi amigo dos o tres veces al mes durante los últimos siete años. Somos cercanos, nos tenemos cariño y, hasta donde creí, mucha confianza. Sabe de sobra que los criminales son un tema del que me he ocupado en los últimos años: tiene mi libro, se lo he firmado. De ahí el que me sorprendiera tanto que no me dijera nada al respecto. Sigo tratando de entenderlo.

Con él ya son dos las personas de mi círculo cercano que son víctimas de extorsión. Mi tía administra una obra benéfica en el Alto Trujillo. Paga cincuenta soles a la semana para poder seguir llevando atención médica y educación a niños del lugar. Antes pagaba el doble. Hace un año que le predicó a su extorsionador del amor de Jesús y este, por consideración de hermanos, decidió hacerle un generoso descuento.

Pero es mi amigo quien me preocupa. Ha pagado ocho mil soles para que lo dejen en paz, pero eso como tratar de detener el ataque de un león lanzándole una pierna de pollo. Es inútil.

Estuve con él hace una semana en una nueva reunión. Adrede, abordé el testimonio de una persona que pudo librarse de los criminales acudiendo a las personas correctas: fiscales de confianza, policías con experiencia. Él escuchó sin inmutarse. Cuando tuvo la oportunidad, cambió de tema. Antes de despedirnos, cuando estuvimos solos, le pregunté qué tal había estado, si todo marchaba bien. Me dijo que sí, que claro y después siguió tomando de su lata de cerveza. Qué bueno, le dije y no supe de qué más hablarle. Él tampoco. Me palmeó la espalda, hicimos un brindis, pero no dijo nada. Me sonrió y siguió en silencio.

Sin su testimonio hay mucho que pueda hacerse. Es difícil quedarse de brazos cruzados. Pero disimular cuesta más. Cuesta demasiado.