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En los albores de este año el docente, poeta y periodista Luis Eduardo García me dijo aquello que quizás había estado esperando que me dijeran por años, desde que empecé a sentirme cada vez menos adolescente y cada vez más adulto. La invitación para conformar el equipo de docentes de la Facultad de Comunicaciones de la Universidad Privada del Norte por parte de su director fue para mí, sin exagerar, el equivalente a que me comunicaran que había sido calificado como finalista de los Premios Copé o del Concurso Nacional de Periodismo.

Y así empezó todo. No me disgustó acudir a los talleres de la escuela docente en verano -cuando calienta el sol allá en la playa- ni hacerlo en días de vacaciones. Como tampoco me importó volver a sentirme un estudiante dispuesto a tomar apuntes y participar con sus intervenciones en clase y exponer, como el más chancón. Estaba entusiasmado. Y supe entonces una regla de oro de estos menesteres: si quieres ser un buen docente, primero tienes que ser un buen estudiante.

Este ha sido mi primer ciclo ejerciendo la labor como docente universitario en la especialidad de Comunicación y Periodismo, y lo he vivido con la misma pasión con que se inician las aventuras más fascinantes de la vida. Igual que cuando ingresé a trabajar a este diario. Igual que cuando abro un libro o le pongo play a un disco largamente esperado. Igual que cuando me enamoro.

Creo en la pasión como ingrediente fundamental, como motor de la vida. La preparación, el estudio, la capacitación no podrán llegar a ser nunca mejor puestas de manifiesto que cuando se expresan o se transmiten con pasión. Ocurre lo mismo con el periodismo, que demanda siempre tanta intensidad. Y los jóvenes, los estudiantes de siempre -ya se sabe- necesitan una carga emotiva, un estímulo constante para llegar al aprendizaje.

La docencia, sin embargo, es muy compleja. No solo depende de la preparación, también de la improvisación, del ingenio, y por supuesto de otras dotes que se acercan hasta al de un entrenador de fútbol o al de un director de orquesta: en clase uno puede percibir cuando la atención del estudiante llega a su nivel más alto, cuando está conectado, cuando sintoniza con la “música” que se les está proponiendo, o cuando ya perdió el ritmo. Los bostezos, la dilatación de las pupilas, los rictus o las sonrisas, la expresión del rostro en general, la calidez o frialdad de las voces en particular cuando intervienen o responden, todo cuenta como señales que uno debe aprender a interpretar para cambiar el ritmo, dar la pausa o subir los decibeles.

Mi primer ciclo ha terminado. Más que como docente o profesor, como alumno o estudiante. Y es que no solo ocurre en la universidad: la vida misma es una constante aventura de enseñanza y aprendizaje. 

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