Un pretexto luminoso
Un pretexto luminoso

Puede que, al final de cuentas, la Navidad no sea otra cosa que un pretexto luminoso para dar el salto hacia el otro lado, ese otro lado que nos cuesta, ese salto tan difícil hacia el diferente, hacia el oponente, hacia lo que no es nuestro.

Porque el acto tan sencillo de darle la mano al otro suele ser inviable precisamente por esos pormenores: el prejuicio, el color de piel, el color político, la bandera, la procedencia, el equipo del que eres hincha, la creencia, el dogma.

Y a veces ni siquiera es eso. A veces solamente está la inquina irracional, el simple mal caer, la mala espina, la desconfianza, la idea equivocada por el chisme oscuro que por algún tercero llegó.

Así de absurdos somos. Así de asburdos nos manejamos en la vida.

Y por ello es que la Navidad llega para romper ese absurdo que ha sido impuesto de manera cotidiana. Viene, de pronto, para romper la “normalidad”, para quebrar ese estúpido orden establecido. Sin importar cuánto creas ni cuánto dudes; sin importar si perteneces a tal o cual congregación. La Navidad, al fin y al cabo, decía, es un luminoso pretexto.

Y es un luminoso pretexto porque tiene el don de transformar en seres de carne y hueso a quienes todo el año se la pasan fingiendo ser de metal o haciendo el papel de desalmados ante la opinión pública, por ejemplo. Vestirse de Papá Noél, llevar regalos, abrazar al otro, invitar al que no tiene, refugiar al sin techo. En suma: sentir felicidad cuando el otro o los otros también la experimentan. Creer, incluso, que hasta el oponente político diezmado en prisión merece pasar la Navidad junto a sus hijos.

Ese paréntesis, ese momento único en el transcurrir de los 365 días del año lo vale todo. Y quizá sea esa la verdad de un auténtico nacimiento, cada año, cada 25 de diciembre.

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