#YoMeQuedoEnCasa… con ellas
#YoMeQuedoEnCasa… con ellas

Escrito por Charlie Becerra

Llegaron como en avalancha: una sobre otra, las tres, saltaron del taxi y fueron a dar directo a mi cuello, felicísimas. Ese día, mis hijas volvieron del colegio con la centelleante noticia de que, a solo horas haber iniciado el año escolar, les habían extendido las vacaciones, y que, según Paula, todo era gracias al presidente «Pizarra». «Bueno, niñas, yo no las llamaría vaca-ciones», quise contextualizar, «lo que sucede es que…», pero ya era tarde: mochilas y lonche-ras volaron por la sala, algún tomatodo fue a dar a canilla y, para cuando volví a verlas, dos tercios de ellas ya estaban nuevamente en pijamas, esperando ver la cuarta película de Harry Potter. El tercio restante, Fe, no permitió que sus veintiún meses de edad la dejaran fuera del jolgorio: ante la menor exclamación de sus hermanas mayores, levantaba ambos brazos y gritaba «Yeeeiii», absolutamente convencida de que, de una u otra forma, habría chocolate de por medio.

INICIA LA CUARENTENA

Luego de abastecernos con menestras y fideos (y sí, papel higiénico), y de darles un sentido «hasta pronto» a las dos personas que nos ayudan con las labores domésticas, nos llegó el turno a Mary y a mí de mirar directamente y con valentía a la situación: nos superan en número, quieren jugar todo el día y las rodillas nuevecitas para hacerlo. «¿Qué vamos a hacer?», me preguntó mi esposa. «No te preocupes, tengo una idea…». «Char, no se trata de ponerles Netflix todo el día», atajó Mary. «¡Claro que no!», le respondí indignado, e intentando disimu-lar el chasco que era el que se hubiera cargado mi única idea. «Además hay que cocinar, limpiar, meter ropa a lavar, …». Y un largo etcétera. Elegí la cocina, me gusta cocinar y, modestia aparte, no me sale tan mal. Al tercer día quería arrojar sartenes y ollas por la ventana. Estaba harto de tener que lavarlas y de soportar que los tutoriales de YouTube me dieran tips «súper prácticos» con los cuales «engreír a mi esposo».

Aún así, esa no era la parte difícil. La mayoría de los niños, cuando no está modestamente entretenido, destruye, deshace, malgasta. Y mis hijas no son la excepción. Mi frasco de espuma de afeitar, el mismo que he atesorado desde hace, por lo menos, medio año, y del cual me sirvo apenas un par de copos cada vez que me rasuro, fue su primera víctima. Para cuando mis lentejas daban ya su tercer hervor, el contenido de mi frasco había sido transformado en parte de aquella masa diabólica llamada «slime». Quizá fue una especie de vínculo afectivo el que influyó para que, al final de su existencia, aquella espuma de afeitar volviera a mí, su legítimo dueño: después de dejar el lavabo totalmente embarrado, las niñas tomaron uno de mis polos para limpiarse las manos.

«¿Por qué no les armas las casas de muñecas que les regalaron en Navidad?», me sugirió Mary al día siguiente, «eso las va a mantener ocupadas». Me pareció una buena idea, hasta que comprendí que al único al que iban a mantener ocupado dichas casas era a mí: cada una tenía más de ciento cincuenta piezas. En total, me tomó dos días. Los dos días hice atún con arroz.

LA HORA DEL POSTRE

Llegó el viernes y con él una demanda colectiva: las cuatro querían postre. Algún pie, pastel o tarta. «Pero hay gelatina», señalé. Aquello sonó tristísimo. Resolví preparar una torta. Nunca antes lo había hecho, pero muy pronto el reto se volvió personal: en la familia, mi padre es famoso por sus riquísimas tortas de chocolate. Vi entonces la oportunidad de dejar en alto la estela. Di lo mejor de mí con lo que tuve a mi alcance. Una vez el queque se hubo enfriado, serví una porción a cada jurado. Debo decirlo, nunca oí algo parecido: «Sabe a borrador», «sabe a perro», «mejor hay que botarla». Junto con aquella torta que, en efecto y de una forma extrañísima me recordaba a Doki, el schnauzer de mi hermano, se fueron mis ganas de seguir experimentando.

Apenas ayer en la noche, después de haberme jugado la revancha y haber logrado un postre decente, que no provocara reminiscencia alguna a animales no comestibles, mientras terminábamos de ver una película, mi hija mayor dijo: «esta es la mejor época de mi vida». Mary y yo nos miramos: nuestra vida se había convertido en un ciclo de tareas domésticas que se sucedían sin piedad. Eso y el hecho de no poder salir a visitar a nuestros padres ni dar continuidad a nuestros planes profesionales. Eso y, por supuesto, la pandemia acechando en las calles. Me hizo pensar en la película de Roberto Benigni, «La vida es bella». Ahí, el protagonista principal le hace creer a su hijo que el campo de concentración en el que están no es más que el escenario de un juego en el que se puede ganar un premio asombroso. Por supuesto, mis hijas saben qué es lo que está ocurriendo en el mundo. Dos terceras partes de ellas, al menos. Pero no lo perciben en tanto sus padres estamos ahí para que su estilo de vida no varíe. Es arduo, pero más allá del tiempo dedicado a «encerar y pulir», nos tienen cerca. Aún cuando haya que estar repartiendo la atención entre ellas y las lentejas.